Narrativas de género, y de paso

miércoles, 14 de julio de 2010

Impresión


Vilma no tenía idea las veces que el cuadro había salvado su vida. Para ella era parte del mobiliario, un enser más de las casa, como el juego de mesa, la lámpara sin tulipa, el reloj de cocina o el modular. De hecho, en su opinión, era el más dispensable de los ítems referidos.
Su marido, Wilson Mamani, pensaba distinto. Para él, para sus ojos petróleo, transportarse a la imagen, a esa lámina colgada de la pared del comedor, era la diferencia entre una velada más o ir al cajón de los cubiertos, seleccionar la cuchilla de carne y arremeter contra ella.
Lo suyo no era un afán pasional, una herencia, una voz ordenándoselo o un ajuste de cuentas. Era todo aquello que hacía a la existencia de Vilma. Su cara de mazamorrera, el gesto afectado, las rodillas de paquidermo, la piel zaina, sus tatuajes. Pero lo hubiese aguantado de no ser por otra mella. La mujer era una picadora de anécdotas, cotilleo, idioteces o cualquier cosa en forma de palabra. Sí, menos por contrahecha que por latosa, monocorde, barata.
Era el cuadro o sus naderías. Era perderse en el puerto nebuloso, crepuscular, y en el remero sobreponiéndose al río, o “la Silvi se encontró una billetera con mil pesos y el muy miserable sólo le tiró veinte por devolverla. Debería hablar con los chicos de Olmos para que le den una paliza. ¿Te parece que me dedique a escribir?” Y así hasta la sordera o, como en el caso de Wilson, hasta la más redentora abstracción del mundo que le tocó en suerte, un cuadro, un escondite.
Una cena, en la que anduvo especialmente absorto en la superposición de tonos, cálidos sobre fríos, y la libertad y rapidez del trazo del pintor erudito, Vilma lo narcotizó.
Usando el exacto tenedor que había empuñado para comer, pinchó los ojos de Wilson, escarbó en las oquedades y se trajo su par de ópalos negros.
Ahora podía oírla sin distracciones.

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