Narrativas de género, y de paso

jueves, 7 de abril de 2011

Bandoleros

Caminábamos juntos del colegio a casa todos los días, y siempre ocurría algo. El kiosquero quiso estafarnos, hubo un accidente y ayudamos, mentira, insultamos al colectivero, la maestra nos hizo salir últimos porque está loca, y otros episodios que vivíamos o fantaseábamos para justificar, ante nuestras madres, que Moirano y yo llegábamos tardísimo de la escuela.
Moira y Extrabanana; así nos conocían en el grado. Él, la parte brutal, yo, actuaba de diablillo, instigador de peleas y pretendido líder.
Sus padres eran farmacéuticos venidos a menos, al punto que Moira andaba en andrajos y casi no tenía útiles. Los demás chicos tampoco se la hacían fácil, en especial Bilbao, Monti y Giovanelli. Y fue durante una escaramuza que estrechamos lazo.
Venían cercándolo, aunque Moira aguantaba los embates de los tres, que no se le animaban solos, la situación pintaba grave pues Bilbao se encaramaba por detrás para patearlo.
Fui al grano cuando hablé. A Patricio Monti le recordé su patética imagen de la mañana ahorcado a su madre, suplicando que no lo abandonara. Con Giovanelli, un mastodonte con cabeza de chupetín, sólo tuve que preguntarle cuántas chicas se habían animado a besarlo cuando jugábamos al semáforo; se deprimió. Y para el epílogo me di el gusto de humillar a Bilbao con un mordaz calificativo sobre el flequillo que le había hecho el peluquero.
Los tres deficientes tardaron en comprender la ironía lo que me tomó formarme junto a Moira y escupirlos durante el escape.
No sé qué oculta fuerza me impulsó a interponer mi metro cincuenta entre los abusadores y él. Lo cierto es que luego de aquella peripecia nos volvimos cómplices. Yo lo ayudaba con la tarea y las pruebas de lengua y a cambio me secundaba en las más descabelladas incursiones. ¿Tiramos manzanas desde la terraza? ¿A qué no le gritás a ese policía que es un cagón? ¿Le pedimos a Emilia que nos muestre la bombacha en el recreo?
Pasado ese tiempo, y como si todo debiera equilibrarse, vino la contracara.
Moira se fracturó la pierna durante el recreo. Cuando le pregunté cómo había sido se mostró ambiguo. Le prescribieron un mes de reposo en la indecible compañía de un yeso hasta la ingle.
A los días recibí una comunicación suya; me llamaba de un teléfono público, ¿cómo hiciste para salir? quise saber, pero omitió la respuesta. Le conté que todos preguntaban por él, hasta los maestros lo extrañaban, y que lo iba a ayudar para que no repitiese de grado. Por qué me decís eso, lo noté alarmado; pero me hice el opa en relación al 1 que se había sacado en la prueba de matemática. Hablamos poco más porque se agotaba el tiempo del cospel. Me recordó que andaba solo, y no pude saber qué insinuó porque se cortó.
Segunda infamia, tuvimos la típica “saquen una hoja” con la de historia. Eran cinco preguntas que sabía sobre mayas y aztecas, pero alguien me plantó un machete. Según palabras de la maestra estaba tirado junto a mi silla y la letra se parecía mucho a la mía. De nada me valió berrear que me habían hecho la cama. Es una trampa, la inclinación de la letra corresponde a un derecho y yo escribo con la zurda, fue toda mi evidencia desoída por ella.
El timbre de salida me ensordeció en Dirección. Pese a la congoja que mostré durante el sermón de la directora, no zafé de la medida disciplinaria. Hay algo que no pensó, actué la pausa dramática, ¿cómo voy a tener un machete preparado si fue una prueba sorpresa?
Tambaleó, hubiese estado providencial verla noqueada por mi lógica, pero casi. No estoy interesada en tales suspicacias, la maestra te encontró copiándote, eso es todo, y cerró el cuaderno de comunicaciones donde había garabateado una nota por mala conducta y citado a mis padres.
De remate me emboscaron a dos cuadras de la escuela.
Giovanelli, el intocable de las mujeres, masticaba una escupida. Bilbao, con mueca socarrona, se quitaba el flequillo de la frente dándose jeta de malo. Monti tenía claro su objetivo, trompearme.
¿Cuál de ustedes me puso el machete? adopté pose de combate que no los ahuyentó. Giovanelli rió. No te tenía tan listo, lo azucé. ¿Cómo supiste de la prueba sorpresa? alcancé a preguntar, pero el desbocado de Monti me impidió desentrañar el misterio con su gancho a la pera. Por algún reflejo involuntario esquivé el puñetazo, pero no conté que en boxeo los golpes vienen de a pares; el 1-2 fue demasiado, y besé el suelo.
No tuve la suerte de irme a negro, un desmayo a tiempo, o que alguien tirase la toalla, estaba solo, como había dicho Moira, solo y grogui. Entonces hice algo inédito, le salté al cuello. Sin la ferocidad o brutalidad para ahorcarlo pero vendiendo cara la piel. Ahí se metió Bilbao y con su manaza me despegó del otro, que estaba tumbado recibiendo mis golpes de debilucho, y otra vez sopa; me fajaron.
¿Por qué no se meten con alguien de su tamaño? Y si bien no reí con la alusión a mi estatura, jamás me alegré tanto de ver a Moira en muletas. Más veloz que una lombriz me arrastré hasta él. Quedamos enfrentados a escasos metros, dos de un lado y tres del otro. ¿Cómo la ves? me preguntó Moira ansioso. ¡Dales con las muletas en la cabeza, se las rompés! declaré a los gritos; y pese a mi pronóstico, surtió efecto. Ya no los veía tan convencidos, máxime si a Moirano se le ocurría blandir las muletas o darles con el yeso. Aproveché que se acobardaron y con las últimas fuerzas le tire a Monti con lo que encontré a mano, una botella rota, tan certero que le tajeé el brazo, feo, sanguinolento.
Hizo puchero como el niño que era. ¡Llorón, ve sangre y se muere! hice leña del Monti caído. Los demás no sabían qué hacer, si ignorar sus lagrimones o llamar por teléfono a la mamá para que viniese a buscarlo. Ganó el desinterés que nos inculcan desde chicos, lo dejaron; nosotros también, pero triunfantes.
En el verano de séptimo grado nos mudamos a provincia y no vi más a Moirano.
* * *
Odio patrullar. La casa en silencio y el portón sin luz; parece que los dueños no están. Pido directivas, tardan en confirmar y vienen con lo de siempre, señales de acceso no autorizado en puertas 1 y 4. Procedo a verificar el perímetro. Ramírez y Barros en camino.
La reja que circunda la propiedad no es obstáculo; trepo, salto y aterrizo.
Camino por el jardín en cuclillas, años de patrullaje aguzaron mis sentidos, huelo agrio en el aire, miedo, me acovacho en un arbusto, no sabrá qué lo golpeó.
Ramírez y Barros ingresan por el frente, lo van arruinar con sus linternas y gritos. ¡Ahí está! vocifera Barros. Escucho pisadas rápidas y jadeos. ¡Alto, policía! es la voz de Ramírez. Dos, tres, recién al cuarto disparo le dan al intruso, que grita ahogado y silencio.
No me identifico, atravieso la oscuridad en sigilo. Otra ráfaga pasa silbando, los idiotas no saben que soy yo, me arrastro hasta la sombra de un árbol, y ahí lo encuentro acodado, no dispares, me suplica casi inaudible, vendo mi posición, alumbro su cara.
Me muevo sin titubear, ligero, y desenfundo. Moira mira sin ver, no sabe que los caminos me trajeron aquí, a batirme contra los míos, a reclamar el lugar, entonces disparo.
Oculto a mi amigo en un tinglado seguro. Le tomará meses reponerse, y más aún que nos dejen de buscar. Con caras distintas y pasaportes apócrifos seremos otros.
En la margen opuesta.