Narrativas de género, y de paso

jueves, 24 de mayo de 2012

Chicas Calendario (1er movimiento)


El peor día de la vida de Felipe fue cuando el dueño del taller lo agarró pajeándose en el baño de empleados. Él se olvidó de trabar la puerta, el jefe entró sin tocar. Fue un segundo, casi nada, el casi fue una mirada de refilón al pito parado.
Se tomó un tiempo para caer en lo que había pasado, te espero en la oficina, le había dicho el dueño huyendo de ahí, a la incredulidad inicial sobrevino algo más que vergüenza, ganas de morirse.
Golpeó la puerta. Pasá, dijeron del otro lado. Debía disculparse a morir si pretendía, por alguna suerte divina, conservar el trabajo, pero tampoco sería un arrastrado, que estuviera hirviéndose en el caldo no significaba que el otro debía notarlo, y nada mejor que mantener la mirada, a pesar de su impúdica acción.
No puedo tener a un tipo así, arrancó. Agarrá tus cosas y andate. Al diablo su estrategia. Sintió que le venía un acceso de lágrimas pero se lo tragó. Y si después de esto violás a una clienta…o a un cliente, qué hago. Quiso gritarle que era un hijo de mil, que no iba soportar que lo tildara de violador, o de puto, máxime cuando sólo se estaba masturbando…no, eso último no.
Felipe se envalentonó únicamente en su cabeza porque de los labios para afuera no paró de decir perdón, además exageró que si lo rajaba se quedaba en Pampa y la vía, y otras arrastradas más. El jefe se lo quedó observando.
Decime una cosa, con qué te estabas dando.

Con el almanaque de la vieja.

Me gusta la guacha.
Después del comentario supo que se quedaría. Lo que desconocía era el costo, fue degradado de chapista a che pibe. De nueve horas pasó a doce, guardias de fin de semana y todo por el mismo sueldo.
Pensalo así, la extra es lo que vale la cagada.
Vaya obviedad. Que jodido que una conversación finalice con “cagada”, pensó mientras se iba.
Sacó varias lecciones en limpio. No debía darse en el laburo, y si no quedaba remedio, con la traba puesta. Que un secreto guardado era una presente y futura extorsión, que su jefe era más ruin que él, pero sobretodo que debía aprender a tratar a sus chicas, ellas no querían ser manoseadas sólo para cascarse, querían una dosis de cortejo, una mirada depravada desde el foso, que dejara de mostrarles su culo peludo cada vez que se agachaba, y si era inevitable que considerase depilárselo.
Y besos… sentidos. Si hacía eso, entre otras delicadezas, ellas iban a cumplir su parte.
Algunas de las modelos que posaban para esos posters eran reconocidas, otras no tanto. Pero cuando el almanaque llegaba a manos de Felipe, él las rebautizaba.
Virginia, la colegiala sin jumper y trenzas, cuando estaba juguetón le daba a ella y a sus bestiales tetas. Isabel, más bien tirando a mayor pero firme, la única en desnudo frontal, el auspiciante era una marca que se dedicaba a rejuvenecer motores, de ahí la elección, Felipe la invitaba al baño cuando le venían ganas de meter dedo, sumisa, especial para cuando no se podía hacer ruido. María, la enfermera, los mejores pezones de la región, gordos y negros, asomando desde un escueto delantal que él se emperraba en quitárselo con los dientes mientras ella se hacía la renuente al son de “no, doctor, acá no”. Y Érica, se mordía casual los labios. Mecánica, bah, lo único que tenía del gremio era que andaba engrasada y en mameluco roto, por las rasgaduras salía un rabo tan apetitoso que siempre le provocaba hundirse. Quizás porque la sentía del palo acostumbraba a dejarla para el final.

viernes, 4 de mayo de 2012

El Temporal

foto inédita del suceso.
Cuando la abuela Amanda era chica trabajaba en el cultivo de la caña de azúcar, la zafra. De tanto partirse el lomo cortando tallos sacó dos brazos como garrotes, macetas en vez de piernas, y una experta con el machete y los cuchillos. También aprendió a dispararle a todo bicho que se movía, algunos eran plaga, otros iban al fuego. Incluso conoció la violencia de los estancieros, pero nunca me contó esa historia, sólo la refirió al pasar. Y aún sabiendo su corajudo pasado, su mano de cuchillera, no atiné más que a mirarla estupefacto mientras bajaba las escaleras con una carabina bajo el brazo.
Abrió la puerta de entrada y disparó dos veces a la noche. Su voz se sobrepuso al eco de las descargas. Con eso debería alcanzar, dijo. Era la segunda vez que unos vándalos, aprovechando la falta de luz en el barrio, querían entrarnos. La primera los ahuyentó la bestia del vecino, y no porque él fuera bestial, sino por su perro, entrenado para repeler intrusos pero amigo de Amanda y mío. La segunda fue la nona, odiaba ese apelativo, decía que era despectivo y la hacía ver más vieja.
Ya iban 23 días a oscuras, sin agua, con poco. Para colmo los tres generadores que trajeron los del municipio estaban rotos, o dejaron de funcionar en menos de una hora. Fui cada mañana, mientras ella cuidaba la casa, a buscar agua a una canilla seis cuadras adentro. Ninguna de las veces que caminé el barrio pude quitarme la sensación de incredulidad y amargura, lo que había sido pintoresco ahora era… pensé una palabra que describiera el desastre.
Final, exclamé.
Si me escuchara la abuela ya me hubiese sacudido un coscorrón, ella repetía que había que agradecer la suerte en gracia, al menos la casa había aguantado, algo maltrecha pero pavadas en comparación con la cantidad de postes y árboles caídos sobre otras viviendas.
Nunca cuestioné los métodos para educarme o sus conductas ante la vida, pero esa mañana, cuando regresé con los bidones llenos, le pregunté por la carabina, desde cuándo la tenía, de quién era, y si no había pensado que yo podía encontrarla y matarme sin querer. No crié un tarado, respondió seria. Sin mediar más me convidó un mate. Era increíble la rapidez con que podía cambiar de un gesto adusto a una manera de abuela, sobre todo cuando mateábamos. Medio a regañadientes refirió que la carabina había venido con ella desde Santiago, hasta anoche nunca la había usado en el barrio, quise saber si no tenía miedo de que le explotara en la cara. Ella explicó que no, si se la engrasaba y se conocían sus mañas, entonces no, al tiempo que apretaba un pan para comprobar su vejez.
Pasó un vendedor ambulante con queso y salame, más un poco de fideos recalentados hizo de cena bajo las velas. Raro, la abuela no había tomado vino, y más raro que yo no me diera cuenta durante la comida, habíamos charlado sobre el vecino y su perro, lo iba a dejar suelto para que protegiera las dos casas, también me contó que Claudia vendía unas garrafas bien baratas y que mañana debía ir a la principal por los víveres. Estaba tensa, en realidad el tenso era yo, no quería reconocerlo pero me aterraba la oscuridad, corrección, lo que escondía, a los vándalos del barrio La piadosa.
En vez de contar ovejas repetí “mientras el perro no ladre estamos bien”, una y cien veces, Amanda estaba abajo vigilando desde la mecedora, eso sin duda me tranquilizaba, salvo cuando imaginaba alternativas del estilo “elige tu propia aventura”, si decides lanzarte sobre ellos aprovechando que están en la escalera ve a la página…si prefieres quedarte en la cama y que tu abuela se encargue de ellos entonces escóndete en la página…
¡Vino la luz! gritó Amanda. Corrí hasta el interruptor, qué alegría. Pocos segundos después oí las exclamaciones de los vecinos, el perro ladraba, todos los perros de la cuadra hacían lo mismo.
Con la electricidad se fue el miedo, obvio. No sé la abuela pero yo me había acostumbrado a vivir así, a ocuparnos de esto; ahora, con el tema resuelto volvía lo de antes; las agachadas, algún reemplazo, y de nuevo las changas. Amanda me sacó los pensamientos con un coscorrón, Claudia y los chicos están bailando en la calle…Vamos, mañana va a ser distinto.
La acompañé escaleras abajo.
¿Les ibas a disparar?
Claro.