Narrativas de género, y de paso

lunes, 28 de marzo de 2011

Él

De tres botones, el cuello podía enrollarse a modo de solapa, o estirarlo hasta embozarme la cara, tenía dos pequeños bolsillos por la cintura, pero lo sobresaliente era el tejido, lana gruesa, tres colores, blanco, marrón y el toque de clase, rojo ladrillo, que en combinación con los demás le daba un viso autóctono, o también iba si me la daba de poetisa, o intelectual, el pelo revuelto, un pañuelo haciendo juego, la camiseta negra, el jean gastado, y otro detalle, la bombacha asomando perezosa. Sin mencionar que lo había tejido la tía Nela para papá, y era lo único material que guardaba de él.
Postdata, mis ex me lo pedían de regalo, o que les tejiera uno, reía, a uno le dije que el amor no me llegaba a tanto, como se enojó fiero no volví a repetirlo, a otros se los dejé probar dentro del departamento, y los menos sólo tuvieron el privilegio de verlo sobre estos huesos.
Y así hasta que lo robaron.
Fue el viejo taimado del lavadero, no tengo dudas, recapitularé, se había roto el lavarropa, y como soy maniática de la acumulación, decidí llevarla al lavadero. Fue la última vez que lo vi. Le reclamé acaloradamente al viejo ladino, se escudó en que debería haberlo hecho al momento del retiro, no tres días después; fue lo que tardé en descubrirlo, retruqué, pero no hubo caso, tampoco cuando lo amenacé con defensa al consumidor, o que todo el barrio lo sabría. Me tildó de histérica, y en dieciséis años jamás tuve quejas, oí que mentía mientras cerraba de un portazo a mis espaldas.
Pasé unas semanas cavilando, queriendo superarlo, angustiada por la pérdida, iracunda, me costaba dormir, andaba hinchada, hasta que me sinceré; quería venganza, recobrar lo mío, humillarlo.
Por cuestiones de envergadura física descarté ideas como atacarlo de atrás con un garrote, podía contratar a un pegador para que lo deformara, pero enseguida lo suprimí, demasiado impersonal, además, a menos que me escondiera detrás de un árbol no disfrutaría la golpiza, y corría el riesgo que luego me extorsionara el pegador, por dinero o carne.
Tampoco actos vandálicos, de qué me serviría romper la fachada del negocio, o pintarle las paredes con obscenidades, o arrojarle caca dentro de una bolsa del lavadero. Y luego de pensarlo me avergoncé, porque así actuaban mis hermanos, y por más tentador que sonase no iba a convocarlos, ya bastante con mi malicia como para adosar la de ellos; sin contar que en ningún caso recuperaba el objeto de mi deseo, sólo menguaba mi odio; y ni siquiera.
La veterinaria, íntima mía de hacía mucho, conocía al matrimonio que lindaba con la casa del viejo, luego de insistir me los presentó. Llevé medialunas y masas, ellos invitaron el mate. Exageré algunas partes, también lloré, y promediando el relato ya estaban de mi lado, ayudó que tuviesen su propio encono con el viejo por unas sábanas desteñidas, eso y lo intrépido del plan. Todos los días, entre las siete y ocho de la noche, cerrado ya el boliche, rumbeaba a la plaza, mayormente conversaba con otros seniles, otras, cuando faltaban sus compañeros, fumaba solo y ojeaba a todas las que pasaban, sin sospechar que yo estaría trepada a la medianera del matrimonio, aterrizando en su galería. Aclaración, el terreno no terminaba en el lavadero, pegada al negocio venía su vivienda, un largo ph bien disimulado.
Me descolgué desde dos metros de altura, intenté amortiguar la caída pero pareció un desplome, de hecho me torcí el tobillo, debería haber entrado en calor, recordé el consejo de mi profesor de aerobic, el dolor me disparó otro pensamiento, qué estaba haciendo, tuve ganas de treparme y volver, miedo, tiritaba, hasta que se me vinieron mis hermanos a la mente, sus bromas de mal gusto, los veraneos, las mejores risas de mi vida, y de a poco recobré la calma.
Tres puertas frente a mí, reconocí la del medio como el baño, en sigilo fui a la izquierda, madera, dos hojas, y banderola, imposible que no hiciera ruido, giré la manija de bronce, nada, le di un tirón, tampoco, la sujete con las manos y empujé para adentro y afuera, craso error.
Me volteó un alud de ropa, caí de trompa, grité del susto, grité más por la fuerza con que golpeaba, pensé en agua llevándome, justo cuando hice pie algo lanudo me pegó de llenó, es él, lo confundí con un edredón, nadé mi camino de regreso, entre sábanas finas y tapices, hasta que me agarré de la manija y abrí la compuerta, la otra hoja. En menos de lo que pensé me encontré flotando a metro y medio sobre lo que parecía un pomposo telón escarlata, inédito, se inundaba la galería, en poco rebalsaría la medianera, aspiré una bocanada y me sumergí, costó avanzar debido a unos ponchos, y cuando los atravesé vinieron mantas y cinturones como anguilas, pero me sobrepuse, llegué con el resto de aire a la puerta de la derecha, ¿otro alud de ropa? si conseguía destrabarla desataría una marejada bíblica, dudé, estaba loca, cómo podía ser cierto, y sin embargo me estaba ahogando en telas, lo hice, la destrabé. Me arrancaron de ahí, del pelo y el brazo, viajaba a la superficie, presentí que era el viejo, sus dedos sarmentosos, me dio una arcada, vomité un pañuelo, y pasó.
Dicen que la ola se vio a tres cuadras, tuve suerte porque caí sobre la copa de un árbol, me fracturé seis huesos, en el hospital descubrieron que abusaba de los barbitúricos, viví mucho internada, hasta que una noche me fugué con mis hermanos.
El lavadero funciona como feria americana, la dirigen los carenciados. Cuando me entrevistaron para Ripley les conté que la marea se llevó al viejo, ¿a dónde? are you insane? you´re talking about clothes. ¡Se lo llevó! y no preguntaron más.
Otros dicen que huyó de la vergüenza; embozado en mi cárdigan.