Narrativas de género, y de paso

viernes, 11 de octubre de 2013

Epílogo sobre Val (viene del anterior)

Tienes que preguntarte qué clase de persona eres. Eres de los que ve señales, ve milagros, o crees que la gente simplemente tiene suerte, o mira a la pregunta de esta manera, ¿es posible que no haya coincidencias? dice el Reverendo Graham desde la tele. 
Val hubiese querido ser Mel Gibson en esa película.
Desde que su mujer lo dejó unos días solo por un viaje de trabajo Val se dedicó a malvivir. Tuvo incursiones a las máquinas del casino y a la rula, al transa (a pesar de que había prometido que no volvería), a un garito de Palermo donde jugó varios mano a mano al truco y perdió, y a un bodegón que nadie conocía, le gustaba estar solo en ese lugar anónimo, creía que en esa condición le venían certezas, las verdades de la edad, Val ya no quería olvidar prefería acordarse. Entre pensamientos tomaba ginebra, al principio no le cabía pero la insistencia de un profesor de cine hizo que le tomara el gusto. Ahora sólo se emborrachaba con ella, eran pedos significativos.
Volviendo a casa tuvo una revelación, más bien casi se mató con el auto, lo cierto es que en esa milésima antes de chocar, justo cuando la mente ya envió los impulsos sobre la catástrofe, en esa crispación de sensores tuvo la visión de un número, el 18. Fue como las formas que se ven con los ojos cerrados, más nítido, lo sintió en la frente del lado de adentro, incluso ciego lo hubiera visto. Según la quiniela y los sueños el 18 es “sangre”. Un baño de sangre, dedujo Val algo mareado. Sí, eso podría haber sucedido si se la pegaba contra el árbol. Tal vez la fortuna fue piadosa, tal vez no fue coincidencia sino designio, algo que debía suceder, un disparador, mementos que volvieron al foco. Por lo pronto había un mensaje en la superficie que chorreaba de obvio. Val tenía que regresar al casino, jugarle al 18 y salvar la noche. Ya leería entrelíneas más tarde, ya lo mordería su conciencia, pensó al tiempo que tomaba por Gral. Paz.      
Después anduvo guardado y paranoico, quería avanzar en su novela trunca, al cabo de la semana logró adelantar 4 páginas, bastante magro acorde a sus expectativas, Val se consoló pensando que todavía no le había agarrado el tempo a la historia. Además su mujer se le había aparecido en sueños declarándose dueña de ellos, maldito Abel Pintos, y eso también lo distrajo de su hacer literario.
A propósito, ganó una guasada de plata jugándole al 18, en otra época la hubiese dilapidado en vicios. Ahora también, pero con un propósito, una búsqueda alucinante, el sol de ayer acodado entre los árboles, la celebración de un nacimiento, señales.
        

sábado, 24 de agosto de 2013

Val se descubrió viejo menos por las marcas de la edad que por un solapado pero cierto odio hacia los jóvenes y sus prácticas. Sobre todo aquellas que en la juventud parece que nunca pasarán factura pero a los casi 40 de Val, aunque la llevaba bien, sí se la cobraban.
Tenía que dejar la falopa, debía ser menos quejoso y crítico, y no parecerse a su viejo, que odiaba a las embarazadas con tatuajes. Val sentía algo similar por los piercing en la cara, en especial las bolitas negras a la altura del bozo, decía ¡que villera! o villero, y si bien se sabía despreciable, no hacía nada por censurarlo, era parte de ser viejo, las licencias.
Los 40 eran los nuevos 30 y los 50 los no tan nuevos 40. Val no se sentía de 30, hacía 10 años tomaba mucho más. Había tomado con las mujeres que más había querido. Las recordaba en esa situación, había una que no sabía esnifar, otra le dijo que nunca lo había hecho y tenía toda la cancha del mundo, y era un gusto mirarla, la nariz se le hacía más particular de lo que ya era. A otra se la tomó desde su cuerpo joven y en bolas. Y otras las guardaba en un sitio rezagado de su mente, algunas memorias mejor encerradas.
Val no soñaba, el hábito de porrear mucho se lo había quitado, y aunque dormía sin sobresaltos, ni interrupciones y tampoco le costaba conciliarlo, sentía que el sopor era demasiado profundo, un estado de inconsciencia lindero a la muerte, luego despertaba y no creía lo rápido que habían sucedido las diez horas de noche.  Val extrañaba sus sueños, incluso los persecutorios, le dejaban una adrenalina de terror muy movilizante. Pero los que en verdad extrañaba eran aquellos que incluían gente que no veía. Principalmente su abuelo muerto, Val decía que se le aparecía para aconsejarlo, lo cierto es que acudía bastante en sueños de poco sentido, barriendo un pasillo, sentado junto a él en un pupitre de universidad, y conversando con la nuera, nunca en compañía de la abuela. Val veía otra gente del pasado, jefes excretables, niños de hacía 30 años, un rival que se venía a trabajar a su empresa, casamientos en los que estuvo pero con secuencias inéditas y que hubiera estado fabuloso que sucedieran, y los mejores, los que Val llamaba sin originalidad flashback. Momentos ocurridos hacía tiempo en su máxima textualidad, por ahí desfilaba la vez que lo hizo en su alfombra azul y se peló las rodillas de tanto darle, fotografías de desnudos que ya no tenía, lugares de veraneo, un camino flanqueado por arboles gigantes y su perro trotando adelante, el borde menos riesgoso de los acantilados, y desde ahí la inmensa panorámica del mar, el argentino, Val lo había visto muchas veces desde chico, y de todas las imágenes escogía esa, la del sueño foto.
Val arrancó de un tirón la hoja enrollada en la máquina de escribir, fue menos por esa última oración que por un incipiente aroma a comida. Desde la habitación oía los ruidos de su mujer mientras cocinaba, tan cotidianos que más que ruidos eran sonidos, los conocía a todos y en ese saber se sentía tranquilo.
Val pensó que durante la cena debía decirle palabras de amor, había sacado ese horrendo término de una noticia de la tele, “ni una sola palabra de amor”, reclamaba la vieja del contestador que luego se convirtió en corto viralizado. Suficiente con las demostraciones de cariño, se mintió al tiempo que ideaba traducciones poéticas a su sentimiento. Val sabía que en última instancia las palabras no serían el problema, sino tener que llevarlas a cabo, debía probarlo con acciones, ser consecuente. Y Val se movía lento.
Pensó más, podía esperar como un pelmazo que ella lo llamara a cenar, o actuar el flashback por excelencia, la madre de sus verdades, Val y su mujer haciéndolo de parados en la cocina, más que romántico…pero no encontró el paroxismo, andaba demasiado faseado para pensar. Entonces cambió a modo acción, músculos, movimiento, qué pena que arrastraba el hombro dislocado. Val abofeteó a su comentario maricón, le dolió. 
Logró llegar hasta el querido culo de su mujer antes que hirviera la sopa, y cuando estaba por meterla, tan rápido y sin preámbulo como le gustaba, se encendieron las palabras de amor. Con el tiempo quedarán atrás.

sábado, 27 de julio de 2013

Eran tan pobres que lo único que les quedaba era una feta de jamón para cuatro.
La madre caminó hasta el cajón de los cubiertos, agarró el cuchillo de dientes y cuando volvió la feta había desaparecido.
Eran dos en esa cocina derruida, ella y el integrante que no figuraba en los números, y no controlaba los impulsos, el perro, el que se lamía sin culpa.
Tal vez fue ira racional, o locura por el hambre, o que no tenían nada mejor que hacer, lo cierto es que armaron un concilio para decidir la suerte del ladrón.
Al niño y a la niña les pareció que no merecía castigo, el perro andaba igual de famélico que ellos, sufría con la familia, de otra manera eran unos abusadores, o algo peor.
El padre se pronunció a favor de matarlo de sed, medida ya adoptada ni bien se descubrió el robo, la cuestión era si efectivamente iban a estirar el castigo hasta la deshidratación.
La madre llamó a un cuarto intermedio para hablar con el padre. Si el perro moría en la casa era seguro que acabaría en la improvisada parrilla, no podían ser tan inhumanos.
Lo abandonaron a su suerte en un páramo lejísimo, sediento, a merced de otros predadores, al menos era mejor que pasarlo con la familia, pero ese pensamiento nunca cruzó la mente del perro.
De los cuatro la sobreviviente fue la madre, primero le tocó al padre, hambre y una fiebre insistente, no tuvo fuerza para cavarse el pozo, ella tiró mucha cal para prevenir el hedor, y clausuró la habitación matrimonial, no fuera que la peste los siguiera por los cuartos. Después la niña, siendo la más débil y pequeña aguantó más que el viejo, cuando le dolía la panza la madre la arrullaba en sus brazos. Mientras el hermano acompañaba en segundo plano, testigo, masticando un bicho. Él fue quien vio al perro desde la ventana rota que daba al comedor. La madre no le creyó.
Después sí.
Pasaba siempre minutos antes de la noche, los miraba desde atrás del alambre de entrada, desde la libertad, era una mirada grave pero no de odio, tal vez reprobadora, luego olisqueaba el aire, el pasto, y meaba con ganas. A la madre y al niño les daba envidiaba cuando también cagaba la entrada. Eso significaba que al menos había comido.

viernes, 1 de febrero de 2013

Tabú

Alan tenía secretos. El primero fue su colección de revistas pornográficas, el segundo que la mucama de su niñez, Pili, lo espiaba cuando se bañaba, improbable pero cierto.
Al poco se quedó sin el primer secreto porque su madre descubrió las revistas escondidas, hasta hoy cree que fue su máxima vergüenza. Cuando Pili se jubiló dejó a la hija en su lugar. Alan la espiaba por el ojo de la cerradura del baño, estaban a mano.
Después vino Rosa, le gustaba mirar telenovelas mientras planchaba la ropa, tetona, le hablaba sucio a Alan cuando se quedaban solos. Lo máximo fue una vez que lo pajeó, ese secreto nunca rompió su condición. Las veces que Alan, de grande, trató de recordar la secuencia mientras se pajeaba le costó traer los detalles mórbidos, sí recordaba a su madre diciéndole que nunca le había gustado Rosa.
Durante la pubertad fue época de Ilaria, muy reservada, hacendosa, paraguaya, su familia la llamaba por teléfono y ella hablaba en guaraní, parecía que los puteaba. De Ilaria tomó el gusto por el mate con leche, sólo eso, porque de atracción nada.
Lo de Alan era espiar, despuntaba el vicio en su club social, trepaba por una escalera poco segura hasta una entrada lateral del solario de hombres, viejos en pito cociéndose al sol, pasaba por debajo de un tanque de agua y desembocaba en la terraza segura, la mejor vista imaginable del solario de enfrente, mujeres, mujeres en tetas y tanga. A veces lo acompañaba su secuaz, tan memorables fueron esas primeras visiones de desnudez que ninguno de los dos olvidó a la joven de bombacha blanca dándose una ducha al rayo del mediodía, transparentada hasta el hueso.
Dejó de ser un secreto cuando lo confesó al párroco antes de su primera comunión.
Encontró nuevos escondites, lejos del ojo de su madre, para revalidar aquél primer acto de privacidad, su vasta colección de revistas. Las preferidas de Alan eran las que incluían historietas cerdas. Sintió cierto alivio cuando se enteró que la fantasía de la mucama era tan popular como vulgar. Ilaria se volvió a Paraguay después que tuvo al tercer hijo, Alan y su familia la recuerdan porque fue la última, después vino la crisis del país.
Viajaron a España, peor que el desarraigo fue despedirse de la colección de revistas, su secuaz aceptó contento guardárselas hasta la vuelta.
Allá acamparon en el departamento de la tía, su madre tomó un trabajo en una zapatería. Por la tarde, cuando Alan volvía del colegio, la tía le pedía ayuda para lavar la ropa, él se volvía loco pensando que todas las bombachas sucias eran una clara invitación sexual. Y cuando no podía más se pajeaba frenético, acto seguido le venía un sentimiento de repugnancia. Lo bueno es que de esas pajas culposas vino su primer guión.
La historia de un joven que, empujado por la pobreza, aceptaba trabajar de mucamo en la mansión de una viuda. Sin saber que su verdadero trabajo sería el de esclavo sexual, no sólo de la patrona sin de todas sus invitadas, incluyendo a una hijastra muy putona.
Alan se sintió a gusto y erotizado por su escritura, tanto que se olvidó por un tiempo de espiar a la tía mientras se tomaba sus largas duchas. Se contactó con un pibe del barrio que dibujaba bien y le propuso llevar su guión al formato comic. Así nació “El Mucamo Desatado”. Entre biográfico y ficcional, las ilustraciones a color quedaron potentes, sexuales, bien trazadas. Cuando finalmente una revista de género aceptó publicar la historieta tanto Alan como el dibujante firmaron con seudónimos, la plata que se repartieron fue buena, no lo suficiente como para comprar sus verdaderos alias.
Medio por necesidad y medio por calentura vocacional la sociedad de Alan y el dibujante entregó nuevos capítulos, y con cada nueva ponoaventura la fama de estos desconocidos crecía en el ambiente, al punto de no hacerse ricos pero sí salieron del hoyo económico.
Ni su tía ni la madre saben que es un reconocido guionista de la escena off, la tía sabe que Alan la espía pero calla, si fuera una historieta los dos terminarían haciéndolo en la ducha, y si fuera más hardcore se sumaría la madre.
Alan tiene secretos, cuando está por reventar los escribe.