Narrativas de género, y de paso

viernes, 27 de mayo de 2011

…todavía hoy se puede ver al hombre sin párpados caminando los vagones del Mitre, dicen que es el fantasma de un suicida horrorizado, otros, que sufría una infección ocular; ingenuos. Yo lo vi, no es una aparición, tampoco un cuerpo vivo, es el heraldo de la muerte, sus ojos son los de ella, si te mira es porque vendrá pronto. Algunos no lo toleran y se quitan la vida.
¿Eso es todo? ¿Qué más querés? contestó algo molesto. No sé, más pausas dramáticas, un crescendo, explicó ella. Además la manera en que lo contás parece armada, debería sonar más espontánea, eso sí da miedo.
¿Conocés el mito del niño…Me encantan los cuentos de chicos, interrumpió; no me digas que muere.
Una madre denuncia que su bebé desapareció mientras dormía la siesta, ella andaba en el galpón, volvió y ya no estaba, la noticia cobra estado público, se arma una búsqueda masiva, ofrecen cien mil a quien aporte datos que lleven a su aparición, la policía baraja varias pistas pero al tiempo se diluyen, sospechan que el secuestrador vendió al bebé y se fugó del país, o lo mató.
Un inspector, a contramano de la impericia policial, continúa la investigación por izquierda, no le cuaja la explicación sobre los perros, ¿por qué no ladraron? y peor ¿por qué el niño no gritó cuando lo abdujeron? Trató de inclinar la pesquisa hacia la familia pero luego de las declaratorias y los resultados de las muestras, el fiscal no tuvo méritos para procesarlos.
El inspector se emboza la cara con un pasamontaña negro, trepa la reja y entra a la casa cuando la madre está sola, los perros se vienen al humo, patea al más chico y al otro lo rocía con spray de pimienta, pero no pasa inadvertido, ella lo ve. Quiere huir pero la agarra de las crenchas, así hasta la cocina, donde la ata a una silla. Le advierte que pueden ir por las buenas, las malas, o las pésimas. Se ve que elige las pésimas porque la faja de lo lindo, finalmente reconoce que secuestró a su hijo y lo dejó en un basural. El inspector desconfía, alguien lo hubiese encontrado. La madre explica que lo enterró vivo bajo una montaña de basura.
Sobre el destino de la mujer circulan versiones encontradas, la mayoría adscribe a que acabó en cana. También dicen que es mentira, y en realidad la dejó atada y malherida, él rajó al basural, indagó todo lo que pudo, para sus adentros creía que lo encontraría, pero los únicos huesos que halló fueron los de un NN adulto que nada tenían que ver con el caso.
¿Y? ¿No apareció? interrogó ella.
Hasta donde reproducen las crónicas, no. Pero hace unos años conocí a un comisario que me interiorizó sobre un caso. En las inmediaciones de aquél basural estaban matando niños, iban por el tercero, y en todos el mismo patrón, muertos a mordiscos, entre cuatro y cinco dentelladas fatales, pero lo más desconcertante era que los cadáveres evidenciaban miles de heridas de rata; desde luego peligrosas, pero nunca habían predado así.
Los vecinos juraban conocer al asesino, lo habían visto en la penumbra comiendo de sus hijos; el niño rata. Dientes, manos, pies, pelaje y altura, no más de un metro, eran de roedor, el resto humano, y hasta había pintadas advirtiendo sobre él.
Nadie le dio crédito a esa línea de investigación, ni siquiera cuando se quedaron sin argumentos. No elevé mis sospechas acerca de la identidad del niño rata por miedo al ridículo, cómo les haría creer que aquél niño famoso había sido rescatado, amamantado y criado por ratas.
Al poco edificaron muros en torno al basural y no hubo más víctimas. Dicen que sigue ahí, el muy astuto sólo cambió de comida, ya casi no quedan gatos en el barrio. O se guardó en la madriguera, sentado al trono, rey de ratas.
Yo creo que huyó, que frecuenta los baldíos del conurbano en busca de huérfanos.

miércoles, 11 de mayo de 2011

True story

Once menos veinte de la noche, bajé del auto con mi novia, anduvimos una decena de pasos y nos asaltaron.
El chorro vino de atrás, se puso a la grupa esgrimiendo una pistola y dijo, perdieron. Creo que ojeando al cielo gris contesté, me estás jodiendo, menos al ladrón que a mi puto dios.
Sin dejar de bambolear el fierro ordenó que le diésemos todo, celulares, plata y oro, codició la gargantilla del cuello de mi novia.
Vacié los bolsillos, cincuenta pesos y cambio, manoteó eso y lo guardó en un bolso negro de mano, dale flaquita, la apuró. De la cartera salieron treinta pesos más, no te hagás el vivo que te mato, ¡los teléfonos! Odié dárselo sólo por la agenda, el aparato había salido bastante malo, lo propio hizo ella.
Hasta ahí un robo más, faltaba la gargantilla pero eso sería todo, a lo sumo las llaves del auto, que iluso. Dónde viven, y me acercó la pistola al pecho, más que miedo a morir fue terror a que invadiese mi bastión, el aguante.
Finalmente, y porque no se me ocurrió una mentira salvadora o tuve los huevos para forcejear por el arma, le confesé que era el noveno piso de las torres de la vuelta. En el camino repitió que habíamos perdido, y agregó, para sugestionarnos, que nos habían vendido.
Ella caminaba con la cabeza gacha, en actitud mansa, pero más vi tranquilidad, y eso me ayudó a distraer la angustia, que volvió ni bien cruzamos la primera valla, la puerta de acceso al edificio.
Cuatro torres en menos de cien metros, dos de la vereda impar y dos de la par, cuatro departamentos por piso, diez pisos, a razón de tres habitantes por unidad da unas ciento veinte personas por torre, por cuatro, cuatrocientos ochenta vecinos, pero nadie, ni uno sólo vio la marcha al patíbulo.
Abrí las rejas del ascensor, ella entró bien, yo recibí un culatazo en la nuca, fuerte, de los que dejan chichón, pero lo exageré, al punto de caer arrodillado tomándome la cabeza, mi novia dio un grito que se ahogó ni bien sintió el arma en la mejilla, casi me lanzo, pero la estrechez del ascensor me disuadió, no tenía vía de escape, y de seguro alguien acabaría baleado.
En el trayecto silencioso hasta el noveno, salvo por unos gimoteos, lo miré, a riesgo de otro culatazo. Flaco, malcarado, enjuto desde los pómulos hasta el mentón, la piel cuarteada, labiudo, ojos de chino y rulos negros, rondaba los treinta, usaba una campera inflada sin mangas y no estaba puesto.
Bajé la vista a la altura del séptimo, imaginé la secuencia, cagado a palos porque en casa no había nada de valor, un raid por los cajeros en mi auto, secuestrados por rescate; y no seguí porque el ascensor paró.
Ni una palabra, no quiero bardo, nos advirtió antes de pisar el pasillo, pasó mi novia, yo y el chorro, olvidé la segunda reja entreabierta y comenzó a sonar, es la alarma del ascensor, hablé mientras me apuraba a cerrarla. Entre ida y vuelta fueron ocho pasos, no los conté porque hacía años conocía ese dato, lo justo para idear algo.
El ruido de las llaves en la mano me calmó el pulso, pasé junto a él sin mirarlo y me detuve en la cerradura. Abrí con la izquierda, con la derecha tenía tomada de la cintura a mi novia, la empujé una, dos veces y pasó. Yo pisé la alfombra del living y lo hice. Un giro frenético para cerrarle la puerta en la jeta.
¡¡No cierra!! desesperé, y se superpuso con el aullido del ladrón que tenía los dedos atrapados entre el marco y el filo. Temí que un tiro atravesara la madera, me puse de espalda y me lancé con todo, setenta kilos de poder en un portazo, y otro, y el último impacto le rebanó tres dedos; creo que mientras aventaba la puerta gritaba ¡hijo de puta! o quizás sólo lo pensé.
Cerró, de mi lado quedó un trío de falanges manchando la alfombra, del suyo la urgencia de rajar disimulando el reguero, pero eso no lo vi, luego me contaron que rompió el ventanal de la entrada dándole culatazos y huyó en un auto de apoyo.
Cuando me interrogaron acerca de la sangre en el pasillo contesté que le había roto la mano de un portazo, de seguro provenía de ahí, y me excusé alegando que debía cuidar a mi novia.
Ella no sabe lo de los dedos, estaba en el balcón gritando ayuda, porque de saberlo no hubiese permitido que los escondiera en el freezer, detrás de las cubeteras.
Soñé que los enhebraba en un collar, pero quedaba corto. La próxima vendrán las orejas.