Narrativas de género, y de paso

viernes, 23 de septiembre de 2011

High Fidelity

Mientras el vicario rezaba por el alma del padre de su ex, devenida amiga, él se enamoraba de una joven asistente al entierro, el rompecabezas de la fémina perfecta.
Dejó de mirarla porque ya era alevoso. Se ubicó junto a su ex, debía consolarla sin que pareciera que tenían algo. En un impasse de lágrimas, teniéndola fuerte de la mano, y fingiendo desinterés, le preguntó por la extraña, ¿no se parece a esa amiga tuya? cómo se llamaba. Pero lo conocía mejor, ¡¿te gusta?! Ssssshhhh, nada que ver, mintió.
Se acercó un anciano, mi pésame, dijo, y la abrazó. Luego otro, condolencias y beso, una mujer en silla de ruedas, lo siento hijita, un niño con una flor. Y en menos de lo que imaginó se armó un corro de dolientes, y él de la mano de la ex.
La fémina perfecta venía cuarta en fila detrás de los compañeros de laburo del muerto, los despachó rápido y antes que pudiera acomodarse el jopo la tuvo ahí.
La ex le clavó las uñas como diciéndole una multiplicidad de cosas, desde sé lo que pensás, pasando por sos un pervertido, hasta no te desubiques. De cerca le pareció más imposible que a la distancia, el nacimiento de Venus, de ahí la recordaba, podía ser la mismís… ¡volvé! gritó la conciencia, justo cuando la diosa besaba a su ex, en una mejilla y en la otra. Que hija d… no me la va a presentar, encima la Venus no había hecho contacto ni siquiera con el rabillo, se inclinó más para aparecer en su campo visual, sintió en la periferia la uña de la ex atravesando la carne, ¡mirame! suplicó. Ella giró para irse y en el movimiento le rozó el pito con la cartera.
Es una cita, pensó triunfante, la Venus se aggiornó a los tiempos y me la tocó, no fue accidental. Sólo debía esperar a que terminase el servicio para invitarla a un café. Un cuarto de hora después, cuando al fin le soltó la mano, y recorrió el lugar a los empujones, descubrió espeluznado que de las sesenta y siete caras, incluyendo la del muerto, ninguna era su fémina. Dónde estás ninfa de la siesta, la invocó, y hasta hubiese gritado su bronca de no ser una ocasión delicada.
Ahora, desahuciado, y con el pito aún palpitante, la oferta de la ex sonaba distinto. Le había pedido que la llevara a casa y se la cogiera bien cogida porque ya no podía más de tristeza. De lo más sentido en mucho tiempo. Además le daba la posibilidad de indagarla sobre Venus.
Trató sin éxito de olvidar la otra confesión, papá te odiaba, qué puta necesidad de decirlo.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Métodos para matar a un perro que no deja de ladrar

Ojalá fuera tan fácil, ojalá no lo carcomiese la culpa, ojalá dejara de mentir y de usar la palabra “ojalá”. Justo él que se llenaba la boca de amor a todas las criaturas, y además vivía con un perro, Domingo, que, aunque viejo y medio sordo, era su hijo. Justo él, sin tanto remordimiento como pareciera, había decidido asesinar a Blanqui, el mestizo de la vecina.
En algún nivel, que no reconocía en público, creía que si no lo hacía acabaría matando a la vieja, y que tanto desprecio por el perro, plenamente justificado, era también transferencia de la aprensión que sentía por la dueña de Blanqui.
Ponerse a evocar las disputas lo ponía de pésimo humor, la medianera, los caños rotos, las palomas cagándole su entrada porque ella les tiraba migas, la vez que llamó a la policía porque gritaba con su novia, y después anduvo diciendo que era golpeador, y otros episodios con exacto resultado, siempre mal parado, o en falta, o con reputación de mierda. Otro tanto le cabía por el mestizo, el más perverso ladrador que había conocido, ante el mínimo sonido, desde música, ruido de cacerolas, o el timbre, hasta conversaciones en voz baja que no se explicaba cómo las oía, y ladraba, Blanqui, apócope de blanquito, nunca cerraba el pico.
Lejos habían quedado los intentos de razonar con ella, al principio se mostraba receptiva y condescendiente frente a sus reclamos, aunque ni bien se iba nada cambiaba, y el maldito Blanqui volvía a chumbar, con más ganas, como vengándose de las quejas, de haberlo delatado ante la dueña.
Probó aunarse con los vecinos, y sólo le sirvió para descubrir la infausta verdad, no querían verlo, ni oír siquiera su versión de los hechos, el lavado cerebral era magnífico, vencido por una vieja, sin duda la había subestimado, no había previsto su antigüedad en el barrio y la influente oratoria sobre todos los que vivían en la cuadra, él era el intolerante, enemigo público.
Los alaridos de Blanqui a la luna le trajeron más que insomnio, mala performance en el trabajo, falto de atención, irritabilidad y un llamativo descuido en su apariencia, el otrora oficinista exitoso había dejado su silla al actual inseguro manojo de nervios que consideraba seriamente mudarse de casa, otro barrio, otro inicio, escapar de ahí.
Ya había considerado la opción “matar al mestizo”, de hecho tenía algunas técnicas ensayadas en la mente, todas variantes con veneno, y aunque parecían efectivas, como el bofe rociado de arsénico, dejaban rastros del plan. También analizó sobornar al paseador de Blanqui para que lo devolviese muerto, fruto de algún accidente creíble, pero con su suerte seguro que acababa denunciado, y ahí sí lo echaban del barrio. Mejor que delegar es hacer, se dio ánimo, y sin demasiado análisis más que lo antedicho, eligió la tercera opción, una que lo obligaba a tomar las riendas en primera persona. Operativo comando a lo de la vecina, secuestro del can, y posterior muerte, como método se había inclinado por asfixiarlo con una almohadón; y para deshacerse del cuerpo debía cavar una pequeña fosa en el jardín. La idea de enterrar la evidencia en los límites de su propiedad no lo convencía en absoluto, era previsible y condenatorio, pero tampoco se veía transportando el cadáver por el vecindario, mejor guardar a Blanqui hasta que todo se calme, razonó, y si después quería moverlo, bueno, sería más sencillo. Previendo el escenario ya tenía una bolsa de cal lista.
Esperó casi un mes hasta el verano, y una de esas noches de extremo calor y humedad, cuando la vieja abría la puerta para que el mestizo fuese a dormir más fresco al jardín, lo atacó por detrás; previo salto de medianera y un rato agazapado en la oscuridad. Pensó que lo detectaría por el olor o sus pasos ruidosos, no ocurrió, dormía profundo, y cuando estuvo a un palmo le asestó un cachiporrazo en la cabeza. Mientras miraba a Blanqui inconsciente sobre la gramilla sintió un dejo de lástima, que se fue ni bien lo asaltó la duda, ¿debía seguir con la misión, secuestro seguido de muerte y entierro, o prefería rematarlo ahí mismo? Menuda sorpresa se llevaría la vieja al encontrarlo descraneado en el jardín. Por más tentado que estuvo eligió distinto, abrió el bolso y guardó a Blanqui. Era la primera vez que sus manos tocaban al insoportable animal.
Domingo, su perro de trece años, que había heredado el nombre por un fabuloso parecido al general Perón, estaba en el living cuando él entró. Raro, pues hacía tiempo que no se aventuraba a la casa, según su dueño poseía noción de la vejez y, al igual que los elefantes, se había retirado al cementerio, el jardín trasero, donde hacía lo suyo sin estorbar a la manada. Y sin embargo ahí estaba él, agitando el rabo, husmeando el bolso.
Lo mandó afuera sin éxito, le preguntó qué carajo le pasaba, a lo que contestó con dos ladridos, hacía cuánto que no ladraba, se sorprendió. Dejó el bolso sobre la mesa y enfiló a la cocina, lo distraería con comida mientras él terminaba con Blanqui, no mordió el anzuelo, es más aprovechó el descuido y con una agilidad inusitada saltó sobre la mesa. El otro volvió corriendo y de un sopapo lo mandó al rincón. Algo se sintió muy mal dentro suyo, desde cuándo golpeaba al perro, era como pegarle a un hijo, peor, a un hijo viejo. Fue hasta él y trató de consolarlo con caricias, le pidió perdón, no me mires así, se defendió de los ojos suplicantes de Domingo, no puedo mostrarte ¿entendés?
Finalmente abrió el bolso y dejó que viera al inconsciente Blanqui, este es el hijo de puta que no deja de ladrar, lo alzó del lomo y recién a la luz notó lo sucio y flaco que estaba, lo palpó debajo de la axila, respiraba. Domingo, trepado a la silla y las orejas bajas, señal de mansedumbre, alternaba miradas ansiosas a su dueño y al invitado. Tardó un rato en persuadir al general por las buenas de que volviese al jardín. Llevó a Blanqui a la habitación, sobre la cómoda, pasó por el baño a lavarse y del living se trajo el almohadón grande. Había imaginado la secuencia de muerte una y otra vez, y en todas lo hacía con pulcra inhumanidad, sin remordimiento. Pero no había previsto la aparición estelar de Domingo, con la mirada más bonachona del orbe, le había dicho su viejo cuando se lo regaló trece años atrás. Bloqueó el recuerdo. Con la izquierda sujetó a Blanqui, que ya se removía, en la derecha tenía el almohadón, rápida y casi indolora era la muerte que tenía para ofrecerle, se acercó más, vio los ojos todavía idos del mestizo, la lengua afuera, tomó aire, 1, 2, y antes del 3 se lanzó.
Domingo ladraba alevoso, se mandó ni bien abrió la puerta, ¿qué querés? olisqueaba todo, a él en especial, el culo y las manos. Le hizo unas caricias y salió al jardín. Noche estrellada, cada vez se ven menos, pensó. Domingo seguía adentro, seguro que había olfateado el camino hasta la habitación, y cuando oyera ladridos era que había descubierto a Blanqui comiendo de su antiguo tazón. Que además era ella, Blanquita, de ahí la desesperación del general.
Buscó razones pero se quedó con la más elemental, no lo había sentido; se consoló repasando el nuevo plan, con Blanqui de su lado la iba a pagar doble. ¿Por qué no ladran? pensó ir adentro a buscarlos, están bien, retrucó. Domingo es un político de raza.
Las estrellas parecían más intrigantes. Casi un final feliz.