Narrativas de género, y de paso

viernes, 20 de abril de 2012

Esta boca es mía (un estiletazo de Tely y efa)

No me van los apodos, las siglas, y menos aún las que usan iniciales. Salí con R y justo nos encontramos con J y bla, bla. Como si realmente me creyera que R y J existen, o fuera necesario resguardar sus identidades. ¡Qué misterio! diría la abuela.
De todas las posibilidades de nombrarlo elijo “él”, a secas.
Pasábamos más tiempo en su casa porque tenía un televisor grande en la habitación. Veíamos mayormente pelis, pero también nos entreteníamos con series, programas viejos de humor, dibujos animados, y salvo que sucediera alguna noticia extraordinaria, no consumíamos noticieros ni nada que tuviera correlato con la realidad. Lo que se dice unos desentendidos, la tele, la cama, él y yo.
Una de esas noches, después de hacerlo, le dije que lo quería. Que habíamos llegado a un lugar donde no necesitábamos impresionar al otro, el punto en que los silencios raros dejaban de ser raros. Creí que me preguntaría si había sido espontánea o guionada. Y hasta hubiese reído.
Yo también te quiero. Pero más que las palabras fue que le creí.
Decir que esos “te quiero” marcaron el principio del fin sería un infantilismo, ejem, lo pensé. De a poco pasé a trasnochar más con mis amigas y menos con él, y cuando iba nos usábamos para descansar de las andanzas.
Eso se repitió hasta que a falta de algo mejor nos fuimos. Sin lágrimas, insomnio, o inapetencia. Fue más que un cambio de canal pero menos que una comedia de enredos.
Concluí que las palabras dichas en el fragor de la cama no eran más que eso, cama.
Ojo, nueve años después algunos de mis records todavía eran con él, lo cual podía significar dos cosas, había tocado las cumbres del placer a temprana edad, o después de él había noviado con tipos menos atentos a la cama y los programas del cable.

sábado, 7 de abril de 2012

Ojalá fuese otra de mis fabulaciones, otra ficción que se me escurre plácida. No, esta narración es cierta y terminal como la enfermedad que la inicia.
Marta hizo todo cuanto pudo, tratamientos convencionales, terapias novedosas, también pasó por manosantas, que poco tenían de santos y más de chantas, incursionó en ungüentos milagrosos, rezó, quedó pelada, los hijos le regalaron una peluca, la llevaron de veraneo porque era el último, mejoró un poco, después empeoró el doble, entonces quedó postrada, y se fue el habla, pero quedaban los ojos, para ver la tele portátil en el hospital, mientras los de cuidados paliativos, con cero de tacto, decían que moriría de inanición si no comía. Me pidieron consejo si convenía una sonda, yo opiné que mejor la dejaran en paz, pero justo Marta reaccionó y deglutió algo, vainillas y alimento de bebé, así pasaron semanas, con ella internada y los hijos, mis únicos amigos de la infancia, turnándose con las visitas. Y el resto del tiempo descansaban en la casa familiar, pero sin los quejidos de Marta, que ya conocía el desenlace, por eso el quebranto, porque era demasiado saberse morir, y encima bañarla y cambiarla y la pastilla para las convulsiones y lo que inyectaban las enfermeras, creo que la querían grogui, porque Marta, sana o pereciente, tendía a ser abominable, de palabras vulgares, metiche, mandona, con rencores, porque su hija Daniela no había llegado a ser maniquen, o porque Enrique, mi secuaz de siempre, andaba noviando con esa vividora de Paula, o por la suerte esquiva, que reía a otros y no a ella.
Enrique dispuso rápido de los arreglos, sin velorio y apenas un responso antes de ir a tierra. Fue muy sentido; las viejas amigas de riguroso luto, Daniela afligida pero íntegra, Paula, la novia, actuaba pésimo su dolor, siempre la creí una atorranta, el entierro no fue la excepción. El viudo Mariano, actor secundario, malcarado, mesándose el bigote, me acerqué a darle el pésame, agradeció por lo bajo. Mi amigo Quique abrazado al féretro. Y yo, ajeno a las explosiones de llanto, lo imaginaba viniendo a desmalezar la tierra, a pulir el bronce, a dejarle flores.
No tanto como predije. Tuvo un sueño liberador. Así lo recuerdo en sus palabras, estaba mamá sentada en la cama del hospital, sin las sondas pero con el pelo corto, y me decía que no quería seguir, que nosotros (por Daniela y él) estuviésemos tranquilos porque ella nos iba a acompañar siempre. Casi un cliché, pensé para mí, quién mierda era yo para decirle que sonaba a culebrón de la tarde. Si a él le servía para cerrar el capítulo, bien.
Marta volvió.
Sí, yo vivía drogado, pero la falopa no fue la causa, sino el catalizador. Como dije, la difunta regresó en ellos. Era impresionante cuando se apropiaba del viudo Mariano. El viejo me echaba unos vistazos muy perturbadores, se acomodaba los cinco pelos como ella, imitaba su postura al sentarse, y la risa con ronquido tan característica. Le pregunté por qué adoptaba los tics de Marta. Negó que estuviera haciéndolos.
Daniela también. Pasó de hermana a madre sobreprotectora de Enrique, justo ella que toda la vida había estado a la sombra del preferido, ahora olvidaba los años de terapia para abnegarse a Quique. La ropa, la comida, le tendía la cama, y fregaba los pisos. Eso en cuanto a cambios visibles, lo escalofriante era aquello que se escapaba de la mirada liviana. Cierta cosa entre edípica e incestuosa.
Por supuesto que Enrique descartó mis sospechas, pero le faltó vehemencia, asco, no sé, en cambio no emitió juicio cuando le pregunté si no le parecía raro que Daniela hubiese adoptado para entrecasa los camisones de Marta, qué tenía que hacer con ellos, ¿acaso los suyos no daban la cuota mórbida? Omití decirle que en el último tiempo la veía más parecida que nunca a la vieja, a niveles de transformación de cara, pero me sonó medio falopa.
Mientras tanto la vividora de Paula, que siempre había hablado pestes de la suegra, ahora la evocaba con cariño, citaba momentos graciosas en los que ella ni siquiera había estado. Y encima lo hacía creíble. Consideré dos opciones, que fuera mejor actriz de lo que preví, o que Marta la tuviera posesa, me incliné por esta última, había algo muy poco Paula en la manera que contaba las anécdotas.
Creo que de todos yo fui el más envenenado. Lo que empezó como idea pasó a descabellada certeza, y de ahí un trecho muy corto hasta la obsesión.
Mariano se llevó su personaje secundario, impregnado de Marta, a la costa. Para cualquier otra familia hubiese sido abandono de hogar, primero la madre muerta, después el padre fugitivo, para mis amigos fue maná cayendo del cielo. Dijo que iba a Mar del Plata a visitar a una amiga de años, también amiga de Marta. Supusimos, por el apuro que tenía, que no volvería pronto. ¿Y si se ahoga? No lo veo metiéndose al mar, y menos a su edad, contestó Enrique. No es tan imposible, a tu mamá le gustaba nadar.
Costó, insistí, pero finalmente me hicieron caso, debían irse de la casa familiar, Marta acechaba en los rincones. Ninguno me lo reconoció, tampoco lo negaron. Además les servía de excusa para rajarse, algo lunática pero funcional.
En poco el hogar de añares quedó vacío, Quique probó la convivencia con Paula. Daniela rumbeó sola. Yo me ofrecí a encargarme del espíritu.
Mi amigo descubrió que la vividora le metía los cuernos con un tal Jorge. La hermana se emparejó con un pelado pero no anduvo.
No me extrañaría que se mudasen juntos, “para ahorrar en gastos”.
Me dan unas ganas bárbaras de quemar la casa con Paula adentro. Ahí sé que es Marta la que me implanta ideas.
Vas a arder sola.