Narrativas de género, y de paso

sábado, 24 de agosto de 2013

Val se descubrió viejo menos por las marcas de la edad que por un solapado pero cierto odio hacia los jóvenes y sus prácticas. Sobre todo aquellas que en la juventud parece que nunca pasarán factura pero a los casi 40 de Val, aunque la llevaba bien, sí se la cobraban.
Tenía que dejar la falopa, debía ser menos quejoso y crítico, y no parecerse a su viejo, que odiaba a las embarazadas con tatuajes. Val sentía algo similar por los piercing en la cara, en especial las bolitas negras a la altura del bozo, decía ¡que villera! o villero, y si bien se sabía despreciable, no hacía nada por censurarlo, era parte de ser viejo, las licencias.
Los 40 eran los nuevos 30 y los 50 los no tan nuevos 40. Val no se sentía de 30, hacía 10 años tomaba mucho más. Había tomado con las mujeres que más había querido. Las recordaba en esa situación, había una que no sabía esnifar, otra le dijo que nunca lo había hecho y tenía toda la cancha del mundo, y era un gusto mirarla, la nariz se le hacía más particular de lo que ya era. A otra se la tomó desde su cuerpo joven y en bolas. Y otras las guardaba en un sitio rezagado de su mente, algunas memorias mejor encerradas.
Val no soñaba, el hábito de porrear mucho se lo había quitado, y aunque dormía sin sobresaltos, ni interrupciones y tampoco le costaba conciliarlo, sentía que el sopor era demasiado profundo, un estado de inconsciencia lindero a la muerte, luego despertaba y no creía lo rápido que habían sucedido las diez horas de noche.  Val extrañaba sus sueños, incluso los persecutorios, le dejaban una adrenalina de terror muy movilizante. Pero los que en verdad extrañaba eran aquellos que incluían gente que no veía. Principalmente su abuelo muerto, Val decía que se le aparecía para aconsejarlo, lo cierto es que acudía bastante en sueños de poco sentido, barriendo un pasillo, sentado junto a él en un pupitre de universidad, y conversando con la nuera, nunca en compañía de la abuela. Val veía otra gente del pasado, jefes excretables, niños de hacía 30 años, un rival que se venía a trabajar a su empresa, casamientos en los que estuvo pero con secuencias inéditas y que hubiera estado fabuloso que sucedieran, y los mejores, los que Val llamaba sin originalidad flashback. Momentos ocurridos hacía tiempo en su máxima textualidad, por ahí desfilaba la vez que lo hizo en su alfombra azul y se peló las rodillas de tanto darle, fotografías de desnudos que ya no tenía, lugares de veraneo, un camino flanqueado por arboles gigantes y su perro trotando adelante, el borde menos riesgoso de los acantilados, y desde ahí la inmensa panorámica del mar, el argentino, Val lo había visto muchas veces desde chico, y de todas las imágenes escogía esa, la del sueño foto.
Val arrancó de un tirón la hoja enrollada en la máquina de escribir, fue menos por esa última oración que por un incipiente aroma a comida. Desde la habitación oía los ruidos de su mujer mientras cocinaba, tan cotidianos que más que ruidos eran sonidos, los conocía a todos y en ese saber se sentía tranquilo.
Val pensó que durante la cena debía decirle palabras de amor, había sacado ese horrendo término de una noticia de la tele, “ni una sola palabra de amor”, reclamaba la vieja del contestador que luego se convirtió en corto viralizado. Suficiente con las demostraciones de cariño, se mintió al tiempo que ideaba traducciones poéticas a su sentimiento. Val sabía que en última instancia las palabras no serían el problema, sino tener que llevarlas a cabo, debía probarlo con acciones, ser consecuente. Y Val se movía lento.
Pensó más, podía esperar como un pelmazo que ella lo llamara a cenar, o actuar el flashback por excelencia, la madre de sus verdades, Val y su mujer haciéndolo de parados en la cocina, más que romántico…pero no encontró el paroxismo, andaba demasiado faseado para pensar. Entonces cambió a modo acción, músculos, movimiento, qué pena que arrastraba el hombro dislocado. Val abofeteó a su comentario maricón, le dolió. 
Logró llegar hasta el querido culo de su mujer antes que hirviera la sopa, y cuando estaba por meterla, tan rápido y sin preámbulo como le gustaba, se encendieron las palabras de amor. Con el tiempo quedarán atrás.