Narrativas de género, y de paso

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Flatliner II

Manejó por calles desapercibidas de la capital. Él, el occiso a la derecha, bien ajustado el cinturón, y la puñetera voz en su cabeza.
El plan era simple, arrojarlo al río sin más, con la gorra, las gafas oscuras, la bufanda y descalzo. Siempre y cuando no hubiese percances, con el auto, la ley u otro imprevisto. Nunca me dejó a pié y no va a empezar ahora, le contestó al relator. No confíes en un pedazo de metal, cómo estamos de nafta. Bien, podés callarte, me distraés. Dios no quiera que te distraigas y atropellemos a alguien, ironizó.
Desoyó ese remate, lo desvelaba menos la voz que el inerte pasajero. Por fortuna aún no apestaba, y en eso mucho influía el vino que le había rociado para simular borrachera. Y si lo maquillamos para darle rubor. Una idea magnífica, pero… ¿vos tenés cosméticos?
Odiaba darle la razón, qué imbécil, cómo no había reparado en eso antes de boquear. No pensaba claro, se sentía embotado, tenía hambre.
A pesar de la férrea oposición de su peor mitad, se detuvo en el autoMac de avenida del Libertador. Para colmo tenía tres coches delante. Espero que te indigestes, lo azuzó. Y siguió, comprale una hamburguesa a él.
La detención tomó escasos minutos, la parva de reproches duró más. No lo habían programado con antelación, era un riesgo innecesario, y no podía ser que cada dos horas tuviera que alimentarse como un bebé. La respuesta fue ¡morite! mientras mordía unas papas y subía el volumen de la radio al tope.
Hasta ahora ningún contratiempo pero faltaba lo esencial, enfilar por avenida Costanera, evadir, en caso que hubiese, los controles de tránsito, estacionar, arrastrarlo hasta el borde sin gestar sospechas, y adiós, que el río lave mis culpas, recitó.
Oteó dos uniformados a media cuadra, pero de la mano de enfrente y muy ensimismados en la charla. Siguió impertérrito, se cruzaron con el camión de residuos, una ambulancia pero ningún agente más. Demasiado fácil, va a pasar algo malo, sentenció. Más te vale que no pase nada, pájaro de mal agüero.
No fue algo malo, sino malo a sus fines. A pesar de que era noche de semana el paseo de la rivera estaba en auge. Mucha gente, empujada por la temperatura primaveral, había salido a caminar un rato, mirar el río, besarse, unos chori en los carritos y a lo suyo.
Te doctoraste de idiota. No recuerdo que te hayas opuesto. Yo quería el que terminó siendo plan b, veo que habrá que ponerlo en marcha, a menos que quieras lanzarlo delante de los enamorados.
Puso primera, finalmente ejecutarían plan b, mucho más intrincado que la idea del río. Pero no había opción, y menos con una mercadería expirada. ¡Rajemos de acá, hay muchos ojos! Te oí la primera vez. Dejá de dominguear y meté pata. No quiero avivar g…Los paró un policía.
Hasta que llegó al auto tuvieron unas fracciones para idear algo. O como dijo la voz, es hora de revertirlo a nuestro favor. Además, cuántas veces te paró uno solo, es una señal. ¡Hacelo!
Lo hizo con clase. Bajó la ventanilla, y cuando lo tuvo a tiro, ejecutó una exacta torsión, tan veloz que no supo qué lo mató. En cámara lenta se lo hubiese visto arrancándole el cuello de su sitio. Aséptico.
Abrió la puerta de atrás y lo empujó. Salieron carpiendo.
¿Estás pensando lo mismo que yo? y no es sobre comida. Creo que sí. Entonces ponete la pilcha del poli.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El hombre Menguante (o crazy feet)

El primer indicio fue la vez que dejó el hígado para pagar los zapatos de cuero marrón y hebilla; medio punto menos. Enseguida notó que los calzados que caminaba a diario le sentaban holgados, tal vez fuesen las medias. Medio punto menos, se dijo una mañana mientras lazaba los cordones de su par favorito. Es invierno, razonó, las manos se contraen, los pies también.
Una tarde, después de hacerlo con su novia, yendo desnudo al baño…Tenés patas chicas, cuánto calzás. Hizo de cuenta que no la oyó, estaba irritado, había notado lo que hasta ahora era privativo suyo, cierta rareza en el comportamiento de sus pies. ¿Qué decías? Qu…no le dio tiempo a repetir la infamia de antes, la sodomizó.
Pasaron dos semanas, justo al mes del primer indicio, advirtió espeluznado que el encogimiento era notorio, unos…, siempre había sido pésimo para la métrica, pero seguro eran unos centímetros de contorno. Buscó apaciguarse, tenía que existir alguna lógica, pero la única que vino a la memoria fue una ficción de sus años pavos, sobre un hombre que debido a una lluvia ácida o radioactiva menguaba hasta convertirse en una partícula. Buenísima literatura, lástima que no aplicaba, el del libro decrecía proporcionalmente, él, sólo los pies, al personaje lo rociaba un líquido, nada fuera de lo ordinario le había acontecido que explicase tamaña abominación.
Decidió llevar un registro. Medición1, 22 centímetros del talón hasta el pulgar, sospecho que debía rondar los 25, número de calzado 39. Nota mental, usar calcetines gruesos o algodón en la puntera.
Indagó los anales de la medicina, quizás padecía de un raro síndrome, leyó todo lo referido a enfermedades de los huesos, y lo que aprendió fue que las afecciones óseas iban a contramano de la suya, eran degeneraciones inflamativas, pero nones sobre decrecimiento de pies.
Pensó sincerarse con su novia, algo de consuelo en estas horas bajas. Pero luego se la figuró tallándole la cabeza para que fuese al médico, el sarcasmo, sus enojos femeniles, y al final el único perjudicado era él, se odió por decir eso. Faltaba a la verdad, ella iba a mostrarse receptiva, haría lo que pidiese, hasta quehaceres de maestranza, pero también era ortodoxa, jugadora by the book, una demoledora de paciencia si se lo proponía, además no pensaba discurrir lo que le quedase hasta la postración haciendo filas en hospitales para entrevistarse con dudosas eminencias.
Había otra razón que guardaba para sí, temía que lo considerasen material de laboratorio, sometido a los más vejatorios exámenes en pos de la medicina. Y así hasta morir, a causa del mal o los galenos.
Medición 4, 19 centímetros del talón al pulgar, se achicaron los dedos, ya me entra el 36 de mujer. Nota mental, el algodón se pega a las medias.
Le contó a su novia que tenía los pies enfermos y podía ser contagioso. ¿Qué clase de enfermedad? Así comienza el interrogatorio, pensó, con algo de fortuna podré meter bocado en algunos minutos. Entonces hizo algo que la enmudeció; se descalzó.
Zanjado el shock inicial, y la máscara de horror al ver sus pequeños extremos, fue bastante ligero. No insistió con ir a especialistas ni a gurúes de la fe, tampoco lo indagó sobre qué iba a hacer, simplemente cocinó milanesas con arroz y vieron tele.
Dejó el trabajo luego de la medición 7, no quería exponerse a cuestionarios, cotilleo ni chistes, y menos a la conmiseración que sentirían por él, además tenía ahorros sustanciales para capear la tempestad.
Medición 10, 16 centímetros de largo, pie de niño, los dedos se encojen más rápido que el resto, comenzaron los asuntos de equilibrio, debo adelgazar.
Aparecí yo. Me contrató para hacerle de mucamo. No ahondaré en el derrotero que me llevó hasta él, sí en su grado de trastorno. Rehuía salir a la calle, había desconectado el teléfono, no se rozaba con gente, desalineado, gritón, y al poco de mi llegada se distanció de su novia. No me participó de las razones, pero sé que la echó.
Se movía empuñando dos bastones, nada notorio comparado a las bolsas negras atadas a los tobillos, y rellenas de estopa o trapo, así amortiguaba las puntadas. Lo demás, rutinario, visitaba el almacén, cocinaba, la limpieza, y el resto vagueaba, mientras el otro elegía encerrarse en el cuarto. Salvo las ocasiones que me pedía acercase una silla y oyera su historia. Así hasta el anteúltimo día, no salió de la cama, rechazó la comida que le arrimé. Tomó sus analgésicos, bromeó que lo mataría el dolor antes que el mal, no entendí la humorada, me ordenó que limpiara los excrementos de la chata, y podía irme temprano.
La vez siguiente me echó a mí también, pagó lo que debía, agradeció lo buen oyente que fui, y me dio un cuaderno. Tenía dibujos, anotaciones en los márgenes, acertijos, algunas confesiones vergonzosas, anagramas, inventos descartados, cuentos, y ejes cartesianos. Apuré las páginas hasta la última.
Medición 19, ya no mido el avance, antes de la rodilla nos batiremos a muerte.
Extraño los dedos, el pié, la extraño.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Aqua

Existen inicios atrapantes, también existen otros. Este es mi pobre comienzo. Era una noche lluviosa. O más bien un diluvio, el ocaso final. Pero que padeciera de terror al acabose no me exoneraba de las obligaciones.
Debía escribir mi columna de opinión para ese infame diario que me publicaba, sí, luego de censurarme los mejores párrafos alegando siempre que, o eran macabros o muy satíricos o políticamente incorrectos o denigrantes de las minorías u otros argumentos menos inspirados.
La familia dormía, yo frente a la computadora, la página en blanco y el cursor latiendo, la estufa en los pies, y la tempestad acechando desde el ventanal. Una cenicienta nube sobresalió de las restantes, con forma de martillo y yunque. De ahí vino el rayo.
Me transpuse a la computadora. Mis células se disgregaron, fui electricidad y viajé a velocidades inusitadas. La travesía dimensional no fue dolorosa, salvo la parte de la disolución celular hasta la invisibilidad atómica, hasta que me hice partículas ionizadas; el resto, indoloro.
Y llegué. Y quise juntar las partes para recobrar mi unicidad pero no había partes que juntar. Había una esencia colectiva, un ser unificador por detrás de los organismos, por detrás de sus voluntades. Y no estuvo mal sentir ese amparo, esa pertenencia, máxime siendo un forastero.
Enseguida me encontraron trabajo en la operatoria de funciones vitales. Era rutinario y un tanto alienante pero lo afronté optimista. Debía sistematizar el ingreso de unos y ceros en bloques binarios.
Al no sé cuánto de esta llegada, harto de la parodia optimista y abúlico de contar números, pedí hablar con mi jefe. ¿Por qué pasó? ¿Por qué pasó qué? ¿Por qué pasó lo que pasó? ¿Qué pasó? Nada, olvídelo. Esa escueta incoordinación me valió una entrevista con los superiores. Allí se me reveló que la computadora fue sólo el portal, el marco por el que me introduje al flujo digital, a esta red sideral.
¿Internet? pregunté. Los superiores, por más que suene imposible en el inframundo de los bytes, actuaron una mueca. Que nos creas capaces de muecas es un reflejo, residuo de tu anterior existencia, sentenciaron hieráticos. Internet es una aplicación, nada más. Aquí hablamos de una existencia que nos es propia, de materia, de espacio incontable.
¿Por qué? lancé sin más.
No hemos sido fructíferos en desentrañar la anomalía.

Sin eso es impensable revertirla.
¿Fue la estufa? capaz estaba en corto. ¿Investigaron? ¿Qué investigaron? ¿Ustedes engendraron la nube? En fin, dije algunas necedades más.
Regresé a mi puesto de trabajo, a los paquetes numéricos, al automatismo.
Eso sí todo muy espiritual, con un dios energético cohesionando nuestras prácticas, rigiendo esta vida de servilismo informático, y nosotros, sus vasallos, un mero etcétera, harto agradecidos por un descanso para recarga.
En este tiempo aprendí a bloquear mi pensamiento del ojo colectivo, recobré parte de mis sentidos, el olfato fue inútil, programé un parásito que se me enquistó, lo maté, incité un alzamiento que sólo yo integré, formulé teoremas, develé las identidades de x e y, y hasta soñé con agua.
Pero ni su sabrosa evocación se compara con el descubrimiento de mis crónicas, mi archivo, lo que fue de mí y los míos.
Morí la noche de la tempestad. Luego de los trámites me entregaron a mi mujer. Ella, con buen tino, se despidió del que fui en una ceremonia íntima. A los días retornó con nuestro hijo a sus pagos. Quería criarlo lejos de la ciudad.
Ahora sé de mi razón, desde una pantalla o un enchufe.
Volver.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Trance

No me siento bien. Temo estar incubando alguna clase de virus estacional, tal vez sea un alimento que le pareció indigesto a mi estómago.
Asoma el martilleo de una migraña. Acaso si voy al baño pueda excretar, pues juraría que esta dolencia, aciago padecer, es de carácter digestivo.
El dibujo de la tabla se estampa entre las nalgas pero nada, ni con arcadas. Me veo compelido a descartar cuestiones gástricas. Repto hasta la silla del comedor. Inhalo, exhalo, me facilito unas bocanadas limpias, y no desesperar en vano.
Tengo fiebre; seguro que rebaso los treinta y nueve. Me atacan escalofríos y flojedad en los huesos. Urgido abro el botiquín, escarbo entre la farmacología en busca del ocioso termómetro. También giro la canilla de agua fría y obstruyo el desagote de la bañera. Verifico el tiempo; en tres minutos podré espeluznarme con el indicador de mercurio trepando hasta los cuarenta, la bañadera estará a punto para sumergirme.
El falaz termómetro no mide incremento para suponer delirios. En vez, fresco y lozano como lechuga. Treinta y cinco, no puede ser, tal vez esté roto.
Cavilo sobre el piso de cerámica de la cocina, espero no pescarme una neumonía pues sería fatal. Enfoco las hornallas.
Si pretendo telefonear a emergencias médicas debo exhibir síntomas además de este soliloquio sin asidero científico ni empírica evidencia. Quisiera conversar con alguien sobre este quebranto.
Abro el gas, arrimo el fósforo a la hornalla, fuego azul. Ahora acerco el termómetro…Cientos de minúsculos cristales estallan a velocidad feroz. En efecto, tanto andaba el maldito que en el fervor de las llamas encontró su ebullición. Los fragmentos se apuñalan a mi cara.
Lloro frente al espejo. En los pómulos conviven vidrios a profundidad subcutánea. Tengo la frente cruzada por canales y desde el labio hasta el mentón corretean vestigios de mercurio, o será que pierdo graduación tonal y veo gris.
Me desinfecto, extirpo las esquirlas, mas alguna, tan ínfima como letal, se escurrirá hasta la corriente sanguínea y de ahí al corazón ¿Cuánto tardará mi organismo en reconocer al invasor y matarme de un síncope?
De la manera y con los medios que poseo suturo las heridas; cuando se agote el hilo dental me pegaré gasas y papel higiénico.
En quince finalizo el procedimiento quirúrgico. Estoy exhausto. Haberme cosido la cara sin anestésico fue lo más sufrido que me tocó desde que un anzuelo me rasgó el muslo. Rezo porque los antisépticos surtan su remedio. Debería echarme un rato.
Planeo en paralelo al edificio, no, caída libre. Los pisos bajan frenéticos 9, 8, 7. Voy directo al gris. Las ráfagas me arrancan el pijama, estallan mis órbitas oculares. Tengo tiempo para última expresión de deseo. ¡Infarto! Arrebátame presuroso.
Estoy erguido, sudoroso, con migraña, ardor, hinchado, y esta vez; verdaderamente febril. Corro, el espejo devuelve lo imposible. De lo que debieran ser lastimaduras en proceso de curación; estallan géiser de pus y gusanos ámbar. Grito, los rastreros pretenden llegar a la cavernosidad de mis orejas para desovar. Pego un alarido, otras larvas enfilan hacia la nariz. Deambulo horripilado, me choco con la lámpara y las sillas, arranco las criaturas, su inmundicia, las extermino a pisotones, en la desesperación también desgarro mi piel. Disco emergencias; llama. Siento un hormigueo; una voraz brigada de orugas se desliza hasta el auricular, y no miento si juro que también salen del teléfono, me buscan los orificios, supuran de todos lados.
Espero que la vecindad descubra el deceso antes que la pestilencia me delate.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Flatliner

No era experto en medicina forense, pero sin duda eso era “rigor mortis”. Calculó cuánto le quedaba hasta que se ablandara y oliese. A ojo de buen cubero unas ocho, quizás diez horas si los fluidos eran generosos. Tiempo de sobra para asearse, comer, trazar el plan y ejecutarlo.
Primero cargátelo y después descansás, habló el relator que anidaba en él.
Ya está, lo envuelvo, lo arrastro al auto, baúl, y salgo carpiendo.
Veo que ya te figuraste todo, incluso detalles como lo jodido que va a ser trasladarlo así de tieso, podés ser tan bruto, lo increpó la voz.
Odiaba ser denigrado, tanto que lo hubiera matado sin pestañear, pero para eso debía quitarse la vida.
Tenía razón, demasiado rígido para moverlo. Y en caso que pudiera, debía prever que nadie lo viese arrastrando el bulto por la escalera.
Podés trozarlo, lástima que no tenés herramientas ni heladera industrial, y eso que omití el enchastre. ¡No me dejás pensar! Te estaba ayudando, ingrato, después no vengas con el burro cansado.
Al fin solo, ahora podía lucubrar en paz, pero estaba muy nervioso; se pajeó.
Hizo una lista mental, arrojarlo por el balcón simulando un suicidio no resistiría el mínimo análisis, fingir un robo tampoco. Emparedarlo como Poe, menos. Dejarlo ahí y esfumarse lo condenaría a vivir fugitivo. Contratar un “cleaner” hubiese venido providencial, pero no conocía el teléfono de ninguno. Conservarlo en una solución de agua y formol podía cuadrar, pero ocuparía la bañadera y seguiría acarreando el dilema. Necesitaba una salida creativa, algo novedoso que le permitiera irse impune, algo que despertase bajas sospechas en caso que lo pescaran haciendo la maniobra. Se devanó los sesos, maldijo su suerte, caminó en círculos, se hizo un sándwich, lo devoró en el sillón y dormitó.
¡Despertá microbio! lo azuzó la voz, no es tiempo de sestear. Babeó, tartamudeó y apenas pudo articular… ¡te dije cien veces que no me despertaras así! ¿Así cómo? ¡A los insultos! Mientras la dama antigua dormía como un querubín, se me ocurrió una estratagema, traducido, una idea salvadora.
Discutieron largo rato sobre la originalidad del ardid, uno enfatizaba que era una burda copia, el otro que era un homenaje. Hasta que se aburrieron del antagonismo y pusieron manos a la obra.
Lo adornaron con tres accesorios, gorra, gafas oscuras y bufanda. ¿Y los zapatos? Se los sacó porque le dolían los juanetes, contestó irritado. Luego rociaron con vino, aguardaron que se disipara el vaho etílico y la relajación muscular. ¿Alguna duda? Lo de los zapatos no me resulta creíble. Nada es creíble, por eso tiene que funcionar.
De todos los percances que previeron ninguno ocurrió. La escalera estaba desierta, el hall también, y la cuadra y media hasta el auto no los cruzó con nadie.
Quería guardarlo en el baúl, la voz se opuso. Finalmente lo sentaron en el lugar del acompañante. Mientras calentaba el motor ajustó el cinturón del pasajero, no quería que una frenada lo estampase al parabrisas.
Perdernos en la noche, recitó, y puso primera.
Sabés que no es literal ¿no?
Morite.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Banal II (ya estoy operadita)

Una amiga que se va a operar las lolas me mostró los foros de los que participaba referidos al tema. Chats de contención, le dije. Vos y tu manía de encasillar todo, retrucó, y tenía razón. Si te muestro, ¿prometés no hacer comentarios? Sabés que no puedo.
Pensé que serían diálogos femeniles, consultoría, relatos y demás. Sí, adiviné, pero lo que no preví fue la parva de fotos que subían del antes y después del injerto. No sólo eso, los epígrafes, como si hicieran falta, eran expeditivos y brutales. Las opiniones de otras foristas, igual de procaces. Salvo algunas que preguntaban cuestiones médicas, postoperatorio, ¿por delante o detrás del músculo?, qué onda los drenajes, cuánto tardan en bajar, y así hasta aburrir.
¿Cómo controlan que no se metan pervertidos? interrogué suspicaz. Te piden que mandes fotos tuyas, y si querés ver un álbum tenés que pedírselo a la usuaria, contestó seca. Además, a qué hombre se le va a ocurrir…hubo una pausa, cruzamos miradas cómplices, y reímos.
Apartado especial, “ya estoy operadita”, la más bizarra. No recuerdo su nombre o nick, sí el título del álbum, y peor aún, jamás podré quitarme esos jpg que se enraizaron en algún recodo de la memoria. La primera tanda pictográfica era del antes. Dos pasas de uva, pero ese no era el problema, vamos, es parte del oficio materno. Tampoco puse en tela de juicio que estuviese estriada en la panza, ídem razones antedichas. Lo que me deformó la lógica fue que posara como si fuese el calendario Pirelli. Y cuando podía le metía unas contorsiones porno. Recuerdo que busqué el calificativo exacto y sólo vino uno de mi niñez, horripilante. Hasta mi amiga me dio la razón.
La segunda, tercera y cuarta serie eran del mes posterior. La muy descarada fotografió todo. La minuciosa evolución de hematomas y derrames, lo doloroso de los drenajes, la altura de las lolas, la problemática del pezón, y en cuanto a su veta artística, recuerdo que incorporó unas polaroids en la cocina recostada sobre el calefón.
Cito uno de sus gratos epígrafes, hoy tardé porque tenía gente en casa, ya se fueron, je, je. Y a continuación 8 pics tirada panza arriba en la cama para mostrar la no caída de sus lolas hacia los costados. Pregunté al aire, ¿espera quedarse sola para sacarse fotos en bolas?
Las últimas eran del presente. Opiné que con prótesis o sin ellas era ordinaria. Mi amiga, que éramos injustos, habíamos perdido objetividad, medíamos los resultados de la estética desde el todo y no desde lo estrictamente mamario. Es imposible escindirse del conjunto my dear, de hecho es el corpus quien resignifica los implantes, y cierto o no me quedé en rictus actoral.
Creo que fue la conciencia de género porque enseguida argumentó que todo el freakeo de las mujeres por las estéticas, se debía en parte a la presión de los hombr…aaaah, ¡siempre lo mismo!, no la dejé terminar. ¡Dije, en parte! gritó, el resto es culpa nuestra.
Casi canto victoria. Si los hombres pudiesen agrandarse el pene estarían como idiotas sacándole fotos, ¡qué digo!, lo mínimo que harían sería filmarse. ¿O me vas a decir que no?
Me calcé la piel del Adonis contemporáneo, superficial, individualista, tardío, ególatra y materialista. No. Ustedes jamás comprenderán el lazo umbilical entre el jefe y su hombre, confesé lo indecible. Voy a hacer de cuenta que no oí. Gracias. ¿Tomamos la merienda?
Me faltó preguntarle si me dejará verlas.