Narrativas de género, y de paso

sábado, 16 de octubre de 2010

El Perverso

Eran tiempos convulsos; o quizás no tanto. El trabajo no me aniquilaba, tenía pelo, y la renta de mis dominios era una baratija para la inflación que asediaba. Y aunque desapruebo alardear, andaba diestro en la escritura.
El interrogante, el quid de la cuestión era si la administración pública me entregaría a tiempo el pasaporte para surcar el atlántico y anclar por vez primera en suelo de Europa, tierra de España, Madrid, para visitar a mi hermana. Pero no sólo la burocracia estatal obraba en esta desventura, también había desidia y era toda mía, porque no había iniciado los trámites con antelación, por cualquier imprevisto, y surgió. Era requisito para el bendito pasaporte una copia de la partida de nacimiento, el testimonial papel sobre el que un empleado del Registro de las Personas había procurado en tinta la fecha de mi primer llanto al sentir este mundo nuevo, 19 de Junio de 1974.
Dicha papeleta, según mi madre, anidaba entre mis cachivaches desde que me había mudado. No recordás que te la di en un sobre junto con la libreta de vacunación, aleccionó a mi memoria, que a pesar del indicio jamás recordó el paradero del esquivo documento. Una ayuda, no podía exceder los sesenta y tantos metros cuadrados que perimetraban mi vivienda de dos ambientes.
Lamento aguar tamaña intriga pero sí, la partida finalmente emergió de su escondite a tiempo para iniciar el trámite. Me otorgaron el flamante pasaporte justo antes del viaje.
Hasta aquí la versión oficial. Ahora lo que no dije.
Había puesto el bulín patas para arriba y aún nada; cuando en un respiro, porque andaba exhausto, recordé, tuve la dichosa fracción de lucidez para evocar la nana con que la abuela me arrullaba. Ella decía que era una melodía aborigen y a mí me daba lo mismo, porque en aquellos días nada era más apacible que su canto para rendirme al sueño. Y si bien nunca supe la letra y apenas tarareaba un fragmento, cuando lo hice, cuando entoné mi antigua canción de cuna vi el tramado sensible, no el cosmos, una costura en la dimensión significante, el envés de las cosas…después aparecieron ellos, en su piel y en los huesos.
Eran cuatro, a dos les oí los pasos viniendo del lavadero, charlaban los descarados, el tercero brotó de un cuaderno y el último y más remolón hizo su acto desde un mosaico. ¿Qué carajo son ustedes? los increpé disimulando el viso de terror en mi voz. Porque peor que la materialización de esos seres imposibles fue descubrir que adoptaban formas antojadizas, mutaban, eran de otra materia, y no pude seguir teorizando de la embolia que casi me da al verlos corriendo por la sala, desordenando todo, jugando a la mancha como niños.
Cuando se les cantó acabar conversamos. Primero dijeron ser apariciones, espectros, al rato les pareció cómico reinventarse como duendes de jardín, y como mi incredulidad no claudicaba arremetieron con el concepto de elfos domésticos. ¡Me toman por idiota! les espeté sulfurado, pero sin el menor eco pues andaban jugando a las escondidas por entre el desorden de mi guarida. Todos menos el remolón, de él obtuve cierta información juiciosa. La melodía, mi nana, era un sortilegio de protección que a su vez los invocaba. Pero no recuerdo haberlos visto cuando niño. Éramos tus desagradables ositos de juguete, y pensar que hubieses podido transmigrarnos en cualquier forma de sólo desearlo, que falto de imaginación, me recriminó. O acaso olvidaste a Brian, Adán, Gary y yo, Eliot.
Por un momento me engañó, pero casi. Jamás los hubiese bautizado con esos alias de gringos, refuté. Ah cierto, sonó sobrador, para vos éramos Naricita, Bombón, Manchitas y, hubo un silencio homicida, ¡yo era Gordito! Y eso que la abuela te suplicó que me llamaras Dormilón, pero no, tuviste que salirte con la tuya y todo por un mísero exceso de peso.
Pasado un rato, el que tomó a Brian, Adán y Gary aplacar a Eliot, disuadirlo de la paliza que juraba me propinaría, y un rato más porque era mejor deliberar con la tripa llena, y un adicional pues los cuatro tuvieron que visitar el retrete. Después de todo ese tiradero de tiempo ocurrió el concilio, sentados a la mesa, con las sobras de la merienda.
¿Qué pretenden? los interrogué sin más. No es tanto lo que pretendemos sino lo que vos podés obtener de nos, enfatizó Adán y debo dar que me intrigó su comentario, pero no tanto como verlos convertirse en cuatro reflejos de mí, cuatro exactitudes de este mortal que encarno, tan parecidos, tan idénticos que me desmayé.
Vuelto en mí me horripilé aún más, habían cambiado de nuevo. Seguía siendo yo el objeto a copiar pero no igual a mi versión del presente, sino al que fui, al que no recuerdo haber sido y al que seré.
Adán era mi horrendo calco a los doce, todavía adiposo porque no había pegado el estirón y la frente cruzada de acné. Gary, desde los brazos de Eliot, emulábame al año de vida y si me reconocí fue por los ojos rasgados. El bebé, Gary, se orinó sobre Eliot que, transformado en el eremita que seré pasado los ochenta, lo dejó caer. Brian, a carcajada limpia, era mi espejo pero cincuentón, calvo, barrigón y algo ajado de cara; con él negocié mi ruta a Europa. ¿Buscabas esto? declaró abanicándose distraído con un papel que reconocí al segundo. Estaba en el cajón de las revistas pornográficas, develó la localización sólo para incomodarme. ¡La partida de nacimiento! grité exultante
Finalmente y tal como adelanté al inicio presenté la documentación a tiempo y tuve el ansiado pasaporte con lo justo para migrar. Y viajé, sí, estuve en Europa pero sin disfrute. Tal vez porque me pasé todas las puñeteras vacaciones martirizándome por haber pactado con los engendros. En gratitud por la papeleta debía permitirles habitar conmigo por siempre, así de lapidario. Acepté, a sabiendas que cometía el más funesto de los yerros.
Pasados esos quince días europeos volví, abatido, imaginando el voraz incendio que de seguro habíase llevado la vida de mi hogar. Era eso o un derrumbe. De cualquier manera sería un linyera, otro sin techo comiendo de la basura, un desgraciado por haber creído en los demonios. Terrores infundados, manifestaciones de una mente insana. Porque la verdad fue como dar con la veta del oro sin perseguirla, fue descubrir que el firmamento sí esconde al paraíso, fue abrir la puerta y toparme con cuatro Evas de las que no habitan este orbe, cuatro nereidas, cuatro vampiresas que expresaban lo mucho que me habían extrañado frotándose sugerentes, igual que en mi literatura condicionada. Después de eso fueron cuatro contra uno, y después una tribu de cinco.
Las amo; y para nada me perturba saber que son Naricita, Bombón, Manchitas y Gordito, los muñecos de mi infancia.

sábado, 9 de octubre de 2010

La suerte de un cualquiera

Fue un cruce furtivo
de esos que urdía mi deidad,
y el poniente colapsaba
según plan conjetural.
En ese paraíso vedado,
para un mortal de mi casta,
se encontraron los rastros.
¡Oh ninfa de los bosques!
que gentil encuentro permites,
no ahogues mi sueño carnal,
o descubras el yerro de mi dios.
Por una mísera parte del tiempo
alude a mí como Adonis,
o tu sátiro si prefieres.
Mas prisa Venus de la siesta,
que en sublime instante
cuando la noche crepita,
y aleluya entonemos
por las secreciones juntas,
huiré como un rastrero a contarle a mis amigos.

lunes, 4 de octubre de 2010

Flatliner, el final

Se agrandó la familia, o más bien la morgue. Empezó con uno, ahora debía deshacerse de dos cuerpos. El que iba en el asiento del acompañante, ataviado con gorra, gafas oscuras, bufanda y descalzo, el mismo que no pudieron arrojar al río. Y uno recién adquirido en la butaca trasera, en vida había sido policía, ahora vestía de civil, porque el uniforme lo engalanaba él. Te sienta bien, de hecho tenés cara de yuta, bromeó el locutor dentro de su cabeza que no dejaba palabra por decir, sí, como una conciencia pero siniestra.
Próxima estación cementerio de Chacarita, anunció al inerte auditorio. Esquivó avenida Cabildo yendo por Moldes, en Lacroze a la derecha, y por esa hasta que se topó con la necrópolis. ¿Qué esperás para llamar al Cotorra? No quiero que me vea de poli. La voz carcajeó exageradamente, al fin, seguía siendo el mundo del hampa, y nadie quería un rati cerca. Si se pasa de vivo decile que tenés al dueño del uniforme desnucado en el auto.
El Cotorra los mandó a esperar junto a una entrada lateral de autos. Tardó algo menos de diez minutos en mostrar su pérfida efigie, suficiente para sopesar las opciones. Podía negarse, alegar demasiado riesgo, que eran dos, y los tiempos habían cambiado. En ese caso no tendría opción más que invocar el favor que le debía.
¡Por acá! gritó el Cotorra desde la penumbra, y levantó la barrera. Parece que estamos de suerte. Callate, mufa.
El apodo no provenía de su parecido con el ave, o porque hablaba tupido, sino por su aversión a ellas, sus chillidos, tanto que las asesinaba a gomerazos, y nunca imaginó que el alias se le incrustaría como las almas de las plumíferas.
¿Y ésos? Pensó que se burlaría del disfraz, pero no, conocía el orden de lo prioritario. Necesito cremarlos, sin preámbulo, sin hola siquiera. El Cotorra se desorbitó, interpuso su centena de kilos frente al auto y golpeó el capot con las manos. ¡´tas loco, ya no es como antes! Inhaló, exhaló, ¡tengo un pendejo que me vigila toda la noche!
El ahora empleado del cementerio había malvivido como asesino a sueldo antes de caer en desgracia con el jefe por unos golpes que marró, tuvo que desterrarse, cambiar la cara y aceptar un empleo menor en capital. Con los años cobró su venganza, juntó unos sicarios fieles y acometieron contra el capo de la mafia correntina. Los hijos del muerto juraron vendetta y de nuevo regresó a los Aires, a un puesto que aunque renegara, le cuadraba perfecto, sepulturero.
Decile que te cargás al pendejo. Callate, ¿y si lo mandás a otro lado mientras hacemos lo nuestro?
Si no fuesen hampones de códigos hubiesen derramado sangre antes del inicio, pero el Cotorra sabía que un favor adeudado debía pagarse cuando llegaba el momento. Ok, yo habilito el crematorio pero el pendejo es tuyo. Ergo, debía improvisar algo para quitárselo de encima.
Estudió el horizonte de lo posible, matarlo con una de sus clásicas torsiones de cuello, dejarlo inconsciente pero vivo, sobornarlo, meterle droga en el café, o podía montar una farsa, la más antinómica de las mascaradas, él en la piel del poli.
¿Qué le vas a decir? interrogó la voz. Voy a intuir como hasta ahora. No seas orate, matalo.
El nombre del pendejo era Germán, hacía cuatro meses que trabajaba con el Cotorra, hasta donde sabía era recto, nadie encendía el horno sin que lo supiera, se ocupaba de anotar los ataúdes, las firmas del registro, los horarios de ingreso y salida, y el correveidile de las autoridades. Si es como dice no tenés chances, ni siendo Laurence Olivier.
Tenía que idear una vuelta que lo desmadrase de la rutina. ¡¿Germán?! lo asustó ni bien irrumpió en la guardia del crematorio. Cabo Ramírez, se identificó. ¿Qué quiere? Haciendo la ronda perimetral encontré un hombre que dice ser su padre. ¿Qué pasó?
El que pega primero pega dos veces, lo encorajó la voz.
Está descansando en la casilla, le dieron una buena zurra, se fue del personaje. Voy a llamar al celular, anunció el pendejo que ya empezaba a crisparlo. Lo robaron. ¡¿Por qué no lo dijo antes, idiota?! Y salió disparado de ahí.
Un escalofrío de orgullo le corrió el espinazo, pero no era tiempo de vanagloriarse, siguió a Germán por las inhóspitas calles de la Chacarita, flanqueados por galerías de nichos, descampados con cruces, y las bóvedas, casas para muertos.
El Cotorra cumplió su parte, apretujó los cuerpos en dos cajones que se incinerarían a primera hora. El de las gafas, bufanda y demás, compartía hospedaje en el féretro de una anciana, el ex uniformado aguardaba junto a un hombre fallecido en un accidente. Para que nadie desconfiara del peso él mismo supervisaría el proceso hasta las cenizas.
Cuarenta minutos después se reunieron en la entrada principal. Preguntó cómo estaban, apelmazados, contestó el sepulturero. Quedó en llamarlo a la mañana para asegurarse.
¿Y el pendejo? Le di café con narcótico, duerme en la casilla. Cagalo a trompadas de mí parte, sonrió el Cotorra. Hice algo mejor, ya te vas a enterar; y le tendió la mano.