Narrativas de género, y de paso

sábado, 31 de diciembre de 2011

Cantos Optimistas 2012

La querida y lunar Marisa Vegas me convidó para esta Navidad con una narrativa inédita. No quisiera adelantar los afanes del personaje, ni pormenores de la trama. Basta decir que sus trazos líricos son un augurio feliz, el antídoto para la parte depravada de Matinée.
Mi sentido agradecimiento al http://elespejodelaluna.blogspot.com/ es un gustazo que esté por aquí.
Buenaventura a toda la blogosfera en el inicio próximo, hagamos estallar las copas.
Salud!
Papel, pluma y tintero

La noche, ese animal salvaje que aúlla en la oscuridad, extendió sus alas por los tejados de la gran ciudad. Se posó en la ventana aún abierta de Marcelo mientras este acababa de regresar a casa de su monótono trabajo de bibliotecario.
Arrojó su abrigo sobre una silla del salón como animal que muda la piel con la llegada de una nueva estación, y se hundió derrotado en el sofá. Pero su vida se condensaba en una única estación que resumía primaveras sin flores, veranos sin mar, otoños sin lluvias e inviernos desprovistos de chimeneas que caldeasen la nieve que iba cubriendo completamente esos jardines ocultos de la ilusión. Los libros habían sido su única compañía desde hacía muchos años. La única vida que conocía era un mundo encuadernado en miles de hojas de caracteres tipográficos variados que le hablaban de universos ficticios que él sentía como reales. En su vida no había personas sino personajes con los que hablaba, discutía, reía o lloraba. Sus viajes desafiaban al espacio y al tiempo: en una misma noche había estado arribando a Ítaca con Ulises como navegando en una balsa por el Mississippi junto a Huckleberry. Su realismo era más mágico que en Macondo. Había pasado largas temporadas tanto en castillos medievales como en Ganímides. Conocía muy bien el amor incluso en los tiempos del cólera, había bajado a los infiernos a rescatar a Eurídice como había luchado contra gigantes en honor a Dulcinea, seductor tenoriano, Romeo atormentado. Amigo íntimo de Hamlet en su cautiverio, conde de Montecristo en sus desdichas. Vanidoso frente a espejo de Dorian Gray, repudiado Quasimodo hasta por las gárgolas de Notre-Dame, escarabajo kafkiano cada mañana que se intentaba levantar para ir a la biblioteca a trabajar. Como Fausto, le había vendido su alma al diablo en pro del conocimiento. Realmente, conocía la vida… esa vida de papel, pluma y tintero. Los libros eran su Soma huxleyana en ese mundo feliz de alfabetos callados.
Mientras preparaba la cena, Marcelo se acordó de un capítulo de su vida que había transcurrido esa misma mañana en la biblioteca. Unos rasgados e irreverentes ojos grises de mujer que le preguntaban por la sección de novela histórica de la biblioteca. Se quedó desconcertado por esa mirada que no reconocía haberla leído en ningún libro. ¿Sería una edición incunable? Frunció el ceño mientras indicaba la estantería correcta a esos ojos grises que sonreían dándole las gracias. Intentó pasar página del asunto mientras se preparaba unos duelos y quebrantos quijotescos, pero la mirada de ese personaje felino regresaba con la misma voracidad que él engullía su noble manjar del Siglo de Oro. No, no se parecían ni a los de Madame Bovary, ni a los de Penélope ni a los ojos petrarquistas de Laura. ¿De dónde demonios habrían salido?
El reloj carrillón del pasillo cortó el tiempo en once campanadas. Era la hora en la que Marcelo se sumergía en sus sábanas al abrigo de su lectura hasta que el manto negro de la noche venía a cerrar sus párpados. Cogió el libro de la mesilla tal y como lo había dejado la noche anterior. Pero cuando lo abrió, sus ojos enmudecieron de asombro: la página marcada como punto de referencia en su lectura estaba en blanco. Segundos después decidió pasar la hoja y su desconcierto empezó a crecer cuando comprobó que también estaba en blanco. Con nerviosismo hojeó todas las páginas y el resultado fue el mismo: en blanco. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Se levantó de la cama perplejo para asegurarse de que no se trataba de una pesadilla y se dirigió a la estantería de libros del salón. Repitió la operación con todos los libros que iba cogiendo, y todos le ofrecían el mismo resultado: páginas en blanco donde la vida (su vida) se había desvanecido sin ninguna explicación. Regresó a la habitación sin dar crédito a lo que estaba pasando. No pudo conciliar el sueño ni un segundo en toda la noche mientras el reflejo de unos ojos grises intentaba iluminar sus temores que navegaban hacia la madrugada.
Esa mañana llegó a la biblioteca más temprano de lo habitual. Su compañero de trabajo aún no había llegado. Sin quitarse ni tan siquiera su abrigo, se dirigió a la estantería más cercana y con manos trémulas que temen encontrar un fantasma, cogió el libro que tuvo más a mano. Lo abrió y, como se temía, allí se encontraba ese fantasma: todas las páginas del libro estaban inmaculadas, ni una sola letra violaba su virginidad. Repitió la operación con todo libro que caía en sus manos y el resultado era el mismo: caminos borrados, personajes desaparecidos, mundos abducidos, sentimientos desvanecidos. Se empezó a encontrar mal, su rostro como un camaleón, comenzó a adquirir la misma tonalidad parduzca que las páginas en blanco de esos libros. Se dejó caer en un pequeño sillón de la biblioteca destinado a la lectura de los usuarios, y sus manos, con esfuerzo, comenzaron a cobijar a su cabeza que, rendida por lo inexplicable, empezó a comprender que su vida de papel, pluma y tintero se había desvanecido. Se sentía como en un agujero negro interestelar, sin punto de apoyo bajo sus pies, sin ley de la gravedad, sin huellas ni caminos, desterrado incluso de su propia soledad.
-¿Se encuentra bien? –le preguntó una voz cercana que a Marcelo le pareció como salida de ultratumba.
Levantó la cabeza y se encontró con la miel de unos ojos grises, con la mirada felina de aquella mujer de ojos perturbadores que nunca había leído. Y fue entonces cuando comprendió la rebelión de sus libros. No era silencio lo que se albergaba en esas hojas en blanco, sino gritos clamorosos que le invitaban a escribir de su puño y letra esas páginas en blanco.
Mientras Marcelo se dirigía a la cafetería acompañado de la mujer inédita, de la cual había aceptado su invitación, de sus bolsillos caían personajes lanzándose a un precipicio que, sigilosamente, regresaban a las páginas de los libros de la biblioteca; mientras que en las huellas que iba dejando Marcelo, se apiñaban letras confusas y desperdigadas por el suelo que se afanaban en busca del lugar apropiado en esa primera página en blanco de su libro.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Lesbos [sobre una idea de HiStEriEt@]

Mi primera vez con una chica fue a los 16. Mamá me dejó quedarme en lo de Emilia para que terminásemos el trabajo grupal de Historia.
Nos acostamos tardísimo, originalmente iba a dormir en la cama de arriba de la cucheta, pero Emilia me asustó con que si no estaba acostumbrada a las marineras de seguro me caería dormida, mejor acostarme abajo con ella.
Desperté en mitad del sueño con su mano frotándome la bombacha por fuera del pijama, ya habíamos charlado el tema pero nunca en concreto, y menos así. Me hice la dormida, al principio erró el lugar, después no, aumentó el tacto, la circularidad, ahí, me dio algo inenarrable parecido al vértigo, tuve ganas de agarrármela y seguir, Emilia intentó ir por dentro pero me puse boca abajo. Metió una pierna entre las mías y con la otra se enganchó del costado, fregándose, pensé en su mamá agarrándonos así, peor, mi viejo...Me enfrié al punto de cortarla, además, salvo los comatosos, quién no se hubiera despertado.
La lengua de Emilia chocó con mis dientes, parecían menos besos que lamidas, metió un dedo en mi boca y cuando lo sacó ensalivado se lo llevó adentro de la bombacha, lo vi en una porno, dijo. Repetí lo de ella pero con mi saliva. Tardé poco en encontrarme y mucho en coronar el momento, no sé, nervios, me desconcentraba oírla jadear.
Sentí vergüenza pero se la mostré. Es hermosa…y parecidas, agregó. Toqué la suya como si fuese la mía, abrió tanto las piernas que vi su último escondite, igual al ombligo de un bebé.
Las pocas veces que había estado con un chico me había parecido que no sabíamos qué hacer con los genitales del otro, no así con ella, nos reconocimos desde lo más primario del órgano, pulsión de vida, mimé su sexo hasta el calambre.
De postre me pidió encajarse. Nos abotonamos, fue raro, suave, y lógico. Hicimos presión una contra la otra, jugo de luna, besos de concha, tan proverbiales que hasta mucho después me seguí masturbando con la secuencia.
A pesar de que con Emilia escalé a cumbres de placer que pocos novios igualaron, no reincidimos. Por otras amigas de la secundaria me enteré que se recibió de psicóloga y tiene una nena; dicen que el marido da medio gay, pero sólo cuando están borrachas.
Tres días después de la despedida de soltera me caso con Ariel. Para evitar situaciones bochornosas, especialmente con sus amigos, elegimos compartir la despedida, ¿una para los dos? me preguntó ni bien tiré la idea. Al cabo de cuatro charlas y varias de sus preferidas en la cama, accedió al convite mixto.
La wedding planner consigue todo, el salón en Tigre, los y las strippers, regalos de sex shop para sortear, comida, alcohol y la mar en coche. Mi hermana teme que la despedida se desbande y acabe en orgía. Al final es peor la medicina que la peste.
Hace tiempazo que tengo ganas de hacerlo, pero por razones que no vienen al caso siempre arrugo. La psicóloga me sugirió que probara suerte en un boliche de mujeres, o pagarle a una mina. Me asombró, pasado un silencio más expectante que incómodo, preguntó cuál sería mi reacción si me lo sugiriese una amiga. Me reiría y pensaría que es un chiste.
O no.
Es la primera vez en mucho que piso un telo, el tipo de recepción, detrás de una ventanilla blindada, nos extiende la bienvenida y sin más pasa a leer los precios. Si fuese mi novio Ariel elegiría la habitación intermedia sólo para no quedar tan rasca, como somos nosotras vamos con la barata. El tipo sugiere que tomemos la última de las económicas con jacuzzi. Siempre es la última, reímos taradas, y con ganas de coger.
A mi personaje le gusta fumar con boquilla larga. La muy torpe me rasguña la espalda queriéndome desabotonar el corsé. Pide perdón y con su palma fría acaricia la herida. Le contesto con dos latigazos en el lomo, grita pero suena fingido, amago darle de nuevo y se resguarda entre mis botas; esto de la dominatrix es una cagada. Emilia nota mi decepción, sigue hermosa como siempre, las tetas altivas, el culo también, me calienta pensar que de acá se irá a casa con su familia. Eso, y que reconozco su concha.
Si te portás mal te meto la boquilla.
¿Y si soy buena?
Te la saco.

jueves, 3 de noviembre de 2011

viernes, 7 de octubre de 2011

Lamparones (de HiStEriEt@ y efa)


Mi gratitud y aplauso cerrado a
por la ilustración, su estro, y sincronía.

Hace varias semanas me sorprendió la correspondencia de una lectora contándome sobre una situación con el marido. Lo primero que se me vino fue que fabulaba, por qué me lo contás, qué tengo que ver, le pregunté por carta. A los días cayó su réplica, no tiene que ver con vos, maldito ombligo del mundo, me pasó a mí. Pensé que si lo hacías cuento tal vez me ayudaba.
No contesté, qué mierda la iba a ayudar.
 *   *   *
La mujer le dice al marido que, mientras ordenaba el cuarto, encontró su remera de entrecasa con una mancha en la panza.
¿Y?
Tiene un color raro.
¿Comida?
No, parece semen.
El marido se incorpora del sillón y enfila hacia el cuarto, al menos no dijo guasca. La mujer, algo ruborizada, lo mira irse.
Aaaaahhhh, ya sé qué es.

Es moco.
Él piensa ¿qué es peor? La mujer piensa la mismo, eso y que en efecto su marido anduvo resfriado. Hace el chiste de llevarle la remera al perro para que huela y dictamine. Sin duda es moco, se pronuncia el marido haciendo la voz del perro.
A la mañana siguiente ella se levanta primero, le gusta la privacidad del baño a esa hora, su marido la encuentra en la cocina un rato después. Se preguntan cómo durmieron y si quiere tostadas.
¿Y ésa otra mancha?

¿Qué es?
Debe ser una polución nocturna. ¿Hice ruidos anoche?
Lo tranquiliza el hecho de no tener control sobre lo que segrega dormido. Por fortuna no lo agarró pajeándose en la ducha, mirando pornografía en red, o sobándose en el sillón, eso hubiera sido fatal.
¿Te hago una con mermelada?
No, me cerraste el estómago.

¡¡Sacate esa remera!!
Zafé, piensa mientras se cambia. Su mujer se cuestiona con qué clase de animal se casó; y que no ocultará más sus pajas mientras él ronca a pierna suelta.
El perro hace lo mismo que ellos pero nadie se lo reprocha.

viernes, 23 de septiembre de 2011

High Fidelity

Mientras el vicario rezaba por el alma del padre de su ex, devenida amiga, él se enamoraba de una joven asistente al entierro, el rompecabezas de la fémina perfecta.
Dejó de mirarla porque ya era alevoso. Se ubicó junto a su ex, debía consolarla sin que pareciera que tenían algo. En un impasse de lágrimas, teniéndola fuerte de la mano, y fingiendo desinterés, le preguntó por la extraña, ¿no se parece a esa amiga tuya? cómo se llamaba. Pero lo conocía mejor, ¡¿te gusta?! Ssssshhhh, nada que ver, mintió.
Se acercó un anciano, mi pésame, dijo, y la abrazó. Luego otro, condolencias y beso, una mujer en silla de ruedas, lo siento hijita, un niño con una flor. Y en menos de lo que imaginó se armó un corro de dolientes, y él de la mano de la ex.
La fémina perfecta venía cuarta en fila detrás de los compañeros de laburo del muerto, los despachó rápido y antes que pudiera acomodarse el jopo la tuvo ahí.
La ex le clavó las uñas como diciéndole una multiplicidad de cosas, desde sé lo que pensás, pasando por sos un pervertido, hasta no te desubiques. De cerca le pareció más imposible que a la distancia, el nacimiento de Venus, de ahí la recordaba, podía ser la mismís… ¡volvé! gritó la conciencia, justo cuando la diosa besaba a su ex, en una mejilla y en la otra. Que hija d… no me la va a presentar, encima la Venus no había hecho contacto ni siquiera con el rabillo, se inclinó más para aparecer en su campo visual, sintió en la periferia la uña de la ex atravesando la carne, ¡mirame! suplicó. Ella giró para irse y en el movimiento le rozó el pito con la cartera.
Es una cita, pensó triunfante, la Venus se aggiornó a los tiempos y me la tocó, no fue accidental. Sólo debía esperar a que terminase el servicio para invitarla a un café. Un cuarto de hora después, cuando al fin le soltó la mano, y recorrió el lugar a los empujones, descubrió espeluznado que de las sesenta y siete caras, incluyendo la del muerto, ninguna era su fémina. Dónde estás ninfa de la siesta, la invocó, y hasta hubiese gritado su bronca de no ser una ocasión delicada.
Ahora, desahuciado, y con el pito aún palpitante, la oferta de la ex sonaba distinto. Le había pedido que la llevara a casa y se la cogiera bien cogida porque ya no podía más de tristeza. De lo más sentido en mucho tiempo. Además le daba la posibilidad de indagarla sobre Venus.
Trató sin éxito de olvidar la otra confesión, papá te odiaba, qué puta necesidad de decirlo.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Métodos para matar a un perro que no deja de ladrar

Ojalá fuera tan fácil, ojalá no lo carcomiese la culpa, ojalá dejara de mentir y de usar la palabra “ojalá”. Justo él que se llenaba la boca de amor a todas las criaturas, y además vivía con un perro, Domingo, que, aunque viejo y medio sordo, era su hijo. Justo él, sin tanto remordimiento como pareciera, había decidido asesinar a Blanqui, el mestizo de la vecina.
En algún nivel, que no reconocía en público, creía que si no lo hacía acabaría matando a la vieja, y que tanto desprecio por el perro, plenamente justificado, era también transferencia de la aprensión que sentía por la dueña de Blanqui.
Ponerse a evocar las disputas lo ponía de pésimo humor, la medianera, los caños rotos, las palomas cagándole su entrada porque ella les tiraba migas, la vez que llamó a la policía porque gritaba con su novia, y después anduvo diciendo que era golpeador, y otros episodios con exacto resultado, siempre mal parado, o en falta, o con reputación de mierda. Otro tanto le cabía por el mestizo, el más perverso ladrador que había conocido, ante el mínimo sonido, desde música, ruido de cacerolas, o el timbre, hasta conversaciones en voz baja que no se explicaba cómo las oía, y ladraba, Blanqui, apócope de blanquito, nunca cerraba el pico.
Lejos habían quedado los intentos de razonar con ella, al principio se mostraba receptiva y condescendiente frente a sus reclamos, aunque ni bien se iba nada cambiaba, y el maldito Blanqui volvía a chumbar, con más ganas, como vengándose de las quejas, de haberlo delatado ante la dueña.
Probó aunarse con los vecinos, y sólo le sirvió para descubrir la infausta verdad, no querían verlo, ni oír siquiera su versión de los hechos, el lavado cerebral era magnífico, vencido por una vieja, sin duda la había subestimado, no había previsto su antigüedad en el barrio y la influente oratoria sobre todos los que vivían en la cuadra, él era el intolerante, enemigo público.
Los alaridos de Blanqui a la luna le trajeron más que insomnio, mala performance en el trabajo, falto de atención, irritabilidad y un llamativo descuido en su apariencia, el otrora oficinista exitoso había dejado su silla al actual inseguro manojo de nervios que consideraba seriamente mudarse de casa, otro barrio, otro inicio, escapar de ahí.
Ya había considerado la opción “matar al mestizo”, de hecho tenía algunas técnicas ensayadas en la mente, todas variantes con veneno, y aunque parecían efectivas, como el bofe rociado de arsénico, dejaban rastros del plan. También analizó sobornar al paseador de Blanqui para que lo devolviese muerto, fruto de algún accidente creíble, pero con su suerte seguro que acababa denunciado, y ahí sí lo echaban del barrio. Mejor que delegar es hacer, se dio ánimo, y sin demasiado análisis más que lo antedicho, eligió la tercera opción, una que lo obligaba a tomar las riendas en primera persona. Operativo comando a lo de la vecina, secuestro del can, y posterior muerte, como método se había inclinado por asfixiarlo con una almohadón; y para deshacerse del cuerpo debía cavar una pequeña fosa en el jardín. La idea de enterrar la evidencia en los límites de su propiedad no lo convencía en absoluto, era previsible y condenatorio, pero tampoco se veía transportando el cadáver por el vecindario, mejor guardar a Blanqui hasta que todo se calme, razonó, y si después quería moverlo, bueno, sería más sencillo. Previendo el escenario ya tenía una bolsa de cal lista.
Esperó casi un mes hasta el verano, y una de esas noches de extremo calor y humedad, cuando la vieja abría la puerta para que el mestizo fuese a dormir más fresco al jardín, lo atacó por detrás; previo salto de medianera y un rato agazapado en la oscuridad. Pensó que lo detectaría por el olor o sus pasos ruidosos, no ocurrió, dormía profundo, y cuando estuvo a un palmo le asestó un cachiporrazo en la cabeza. Mientras miraba a Blanqui inconsciente sobre la gramilla sintió un dejo de lástima, que se fue ni bien lo asaltó la duda, ¿debía seguir con la misión, secuestro seguido de muerte y entierro, o prefería rematarlo ahí mismo? Menuda sorpresa se llevaría la vieja al encontrarlo descraneado en el jardín. Por más tentado que estuvo eligió distinto, abrió el bolso y guardó a Blanqui. Era la primera vez que sus manos tocaban al insoportable animal.
Domingo, su perro de trece años, que había heredado el nombre por un fabuloso parecido al general Perón, estaba en el living cuando él entró. Raro, pues hacía tiempo que no se aventuraba a la casa, según su dueño poseía noción de la vejez y, al igual que los elefantes, se había retirado al cementerio, el jardín trasero, donde hacía lo suyo sin estorbar a la manada. Y sin embargo ahí estaba él, agitando el rabo, husmeando el bolso.
Lo mandó afuera sin éxito, le preguntó qué carajo le pasaba, a lo que contestó con dos ladridos, hacía cuánto que no ladraba, se sorprendió. Dejó el bolso sobre la mesa y enfiló a la cocina, lo distraería con comida mientras él terminaba con Blanqui, no mordió el anzuelo, es más aprovechó el descuido y con una agilidad inusitada saltó sobre la mesa. El otro volvió corriendo y de un sopapo lo mandó al rincón. Algo se sintió muy mal dentro suyo, desde cuándo golpeaba al perro, era como pegarle a un hijo, peor, a un hijo viejo. Fue hasta él y trató de consolarlo con caricias, le pidió perdón, no me mires así, se defendió de los ojos suplicantes de Domingo, no puedo mostrarte ¿entendés?
Finalmente abrió el bolso y dejó que viera al inconsciente Blanqui, este es el hijo de puta que no deja de ladrar, lo alzó del lomo y recién a la luz notó lo sucio y flaco que estaba, lo palpó debajo de la axila, respiraba. Domingo, trepado a la silla y las orejas bajas, señal de mansedumbre, alternaba miradas ansiosas a su dueño y al invitado. Tardó un rato en persuadir al general por las buenas de que volviese al jardín. Llevó a Blanqui a la habitación, sobre la cómoda, pasó por el baño a lavarse y del living se trajo el almohadón grande. Había imaginado la secuencia de muerte una y otra vez, y en todas lo hacía con pulcra inhumanidad, sin remordimiento. Pero no había previsto la aparición estelar de Domingo, con la mirada más bonachona del orbe, le había dicho su viejo cuando se lo regaló trece años atrás. Bloqueó el recuerdo. Con la izquierda sujetó a Blanqui, que ya se removía, en la derecha tenía el almohadón, rápida y casi indolora era la muerte que tenía para ofrecerle, se acercó más, vio los ojos todavía idos del mestizo, la lengua afuera, tomó aire, 1, 2, y antes del 3 se lanzó.
Domingo ladraba alevoso, se mandó ni bien abrió la puerta, ¿qué querés? olisqueaba todo, a él en especial, el culo y las manos. Le hizo unas caricias y salió al jardín. Noche estrellada, cada vez se ven menos, pensó. Domingo seguía adentro, seguro que había olfateado el camino hasta la habitación, y cuando oyera ladridos era que había descubierto a Blanqui comiendo de su antiguo tazón. Que además era ella, Blanquita, de ahí la desesperación del general.
Buscó razones pero se quedó con la más elemental, no lo había sentido; se consoló repasando el nuevo plan, con Blanqui de su lado la iba a pagar doble. ¿Por qué no ladran? pensó ir adentro a buscarlos, están bien, retrucó. Domingo es un político de raza.
Las estrellas parecían más intrigantes. Casi un final feliz.

sábado, 27 de agosto de 2011

Limbo

El abuelo Floreal me dijo que no le creyera a la maestra de catecismo, después discutió con mamá y papá porque me obligaban a atender esa clase, y hasta pasó unos fines de semana sin venir a verme, pero terció la abuela Pilar y todo volvió a como era, ellos retomaron la visita del domingo y yo tomé la comunión a fin de año como habían previsto, luego vino la confirmación y todo el secundario en un colegio de curas, donde catequesis era disciplina obligatoria.
Tiempazo después de aquella disputa, un domingo de mates solos, me animé a interrogar a Floreal sobre sus dichos, pensé que nunca ibas a preguntar, contestó, en aquél entonces eras muy chico, no debí haberte mezclado. Hizo una pausa, pitó de la bombilla y maldijo porque alguien había mezclado azúcar en el agua, me convidó uno con la advertencia de que estaba dulce. ¿Sabías que antes de la abuela estuve casado? No, cómo iba a saberlo, dije impaciente. Se llamaba Alma, fue mi primera novia, desde los catorce a los dieciocho, después que conseguí trabajo de zapatero nos casamos, y cuando pensaba que nuestra felicidad era completa, murió. Imaginé que diría algo de ese tenor, pero actué sorpresa, qué pasó. La atropelló un tranvía, de lo más inusual, dicen que se tiró. ¿Se suicidó? Yo no les creí.
Justo en la parte buena aparecieron mamá y la abuela Pilar que venían de la confitería con facturas para el té, lo seguimos la próxima, clausuró el abuelo. No me obsesioné pero sí le dediqué unos ratos, a qué venía el cuento, o mejor, cómo se relacionaba la muerte de Alma con aquella disputa por la comunión y catecismo, además, por qué no creyó lo del suicidio. Estuve tentado en recurrir a papá o mamá, no, mejor papá, pero honré el pacto de silencio con Floreal. Para peor llovió a mares el domingo y suspendieron, otra semana de espera.
¿Lo sabe la abuela? Claro, contestó sobrando. Caminábamos hacia la feria, en realidad sabe lo justo, corrigió. Seguimos unas cuadras sin hablar, él miraba al piso, a mí me distrajo el recuerdo de la chica del puesto de artesanías, esperaba que estuviese donde siempre.
Lo del tranvía nunca lo tragué, estábamos enamorados, aseguró, como si el sentimiento anulara la posibilidad de matarse, me dio algo, entre pena y vergüenza, después fue toda vergüenza cuando esbozó la teoría de un amigo policía, quizás había sido obra de un adoquín sobresalido en la calle, un fatal tropiezo hasta las vías, sino no se entiende; a pesar que tuve ganas de decirle que era una explicación improbable me callé.
Paramos en el puesto de revistas, fiel a su corazón cachivachero compró el diario “segundamano”. ¿Qué tiene que ver lo de Alma con el catecismo y la pelea con papá y mamá? resumí lo mejor que pude. ¿Nos sentamos ahí? señaló un banco de plaza.
Nunca había estado más triste, ni siquiera cuando murió mamá, tu bisabuela. No te voy a contar las aberraciones que hice en ese tiempo; y todo por la locura de perderla. Me sonó a letra de tango. Hasta que una mañana vi algo…demencial, una carta de Alma… ¡una carta de Alma! ¿entendés? la había escrito en el espejo empañado del botiquín, mientras me bañaba…se quedó esperando una reacción. No te creo, es como cuando era chico y me contabas historias que te habían pasado, eran cuentos, argumenté. Ya no sos chico, por qué voy a inventarlo. ¿La viste a Alma? No, sólo la carta en el espejo, parecía sincero y molesto por mi desconfianza. ¿Qué decía? Que estaba demorada, la tenían cautiva en un pabellón junto a otros. ¿Muertos? irrumpí. Otras almas, aparentemente habían elegido mal, en vez de tomar la senda oscura habían tomado el camino de luz, ¿te das cuenta? es un engaño. No quise contestar con una negativa así que hice mutis, Floreal me escrutaba serio. La palabra exacta que escribió Alma fue “barracas”, ahí los tenían, viejos, jóvenes, bebés que no llegaron a nacer. Pssst, ahí no te creo, ¿Alma dijo lo de los bebés? Hizo un gesto de aprobación, no, eso lo agregué yo. El caso es que lo que aprendiste en la iglesia está mal, esconden o ignoran lo que sucede cuando se bifurca la senda, el cruce primordial, ¿ahora entendés la discusión? De qué tamaño era el espejo, cambié de tema, una carta bastante extensa para estar escrita con vapor en el botiquín, ¿es un cuento, no? insistí. No predije su reacción, descruzó las piernas, buscó el horizonte con la mirada y se fue, encima tampoco apareció la chica de las artesanías.
No se habló más, tuve ganas de contrastar con la abuela Pilar o preguntarle a papá sobre la verdad de aquella discusión, no sucedió, parte porque preferí cuidar el lazo con Floreal y el resto por miedo al ridículo.
Recién cuando se puso muy viejo retomó la historia, me preguntó si recordaba a Alma. Claro, por qué. Nunca te conté el final, querés saberlo. Asentí. No tiene final, al menos no en esta vida, la carta en el espejo fue menos un grito de rescate que una advertencia, al fin todo se reduce a una elección, ahí no cuenta si hiciste las paz con dios antes de morir, qué camino vas a tomar. Qué camino vas a tomar, repetí medio idiota. Después él rió y seguimos con el mate en silencio.
Durante el velatorio de Floreal la abuela Pilar me dijo que había dejado un sobre para mí, son papeles, mató la sorpresa, ¿lo abriste? con un dejo de reproche. No, categórica, la vista fija en la cruz de madera frente a nosotros. ¿Qué dirá?
Me importa un pito, era un picaflor y un mentiroso.

sábado, 20 de agosto de 2011

El espejo de la Luna

En http://elespejodelaluna.blogspot.com/ de la librepensadora, poetisa y entrañable Marisa pueden leer un breve inédito de Matinée, es una pieza distinta a los usuales arrebatos que posteo, por eso me pareció que iría mejor en su inspirado blog. Mi sentido agradecimiento a la Nefertiti de las letras. 
Salud!

sábado, 6 de agosto de 2011

La Inconclusa

Escribía sobre una idea, qué había sido de aquellos cuentos truncos, o cómo los personajes abandonados volvían para atormentar al escritor, cuando en eso acometió una erección. Palpó su pito, menos para masajearlo que para comprobar la rigidez. De seguro obedecía a dos pensamientos que nada tenían que ver con la trama del relato, pero se habían hecho lugar y ahí estaban. Uno era el recuerdo de él y su novia haciéndolo contra la pared del pasillo de su casa, en penumbra, de parados, bombeando veloz porque algún vecino podía descubrirlos, y ella actuando un poco creíble…no, no, acá no, eso lo ponía más tieso. El segundo fueron imágenes algo inconexas pero en todas aparecía la misma concha, poco pelo, apenas un sendero, los labios no del todo expuestos, buscó calificativos esmerados pero al fin se quedó con “gordita”, concha gordita, no aparecía él metiéndosela, sino distintos planos de ella, había uno del hoyo que decidió omitir. De dónde la recordaba, concluyó que lo importante era la cara ausente detrás de la visión.
Escribió sin éxito, un párrafo y lo borró, no creía en forzar la inspiración, además seguía erecto, caminó hasta la habitación contigua donde su novia dormía oronda, la puerta chirrió, silencio, oscuridad, se acostó en su lado de la cama y la rodeó con el brazo, nada, restregó el pito contra su pierna, tampoco, metió su mano debajo del pijama, de la bombacha, ahí acusó manoseo, sacó culo. Buena señal, deslizó más la mano, los dedos ávidos, pero antes de la meta lo alcanzó un alerta, su memoria táctil diciéndole que no era la concha de siempre, cierta carnosidad extra lo asustó más, pensó palparla con rigor científico pero no se animó, la llamó por el nombre, con la mano libre tocó su hombro, con la otra bajaba la bombacha, nada, y si tampoco era su novia sino la cara ause… sintió sus dedos lúbricos metiéndose en la concha, desenvainó el pito febril y lo frotó a lo largo de la raya del culo. Y si él tampoco era quien creía sino un personaje, parte de una historia trunca que se reescribía. Sintió bronca de que fuera cierto, una proyección del verdadero escritor, y él, pura impotencia.
Abrió los gajos y la metió como venía, la primera resbaló y no llegó a entrar, la segunda sí, ella ahogó un breve quejido, al fin, pensó, y continuó, parte para aplacar su ira y el resto porque su novia agitaba frenética el ojete.
Una voz en la cabeza le dijo “agarrala de las crenchas y mirale la cara”, no lo hizo, no después de la conciencia adquirida. Entonces perseveró en el pito, entrando y saliendo, y aunque le costó concentrarse debido a la insistencia de la voz, estiró el momento amatorio sin más.
Cuando salió del cuarto seguía oyendo las recriminaciones del escritor sentado frente a la hoja a medio escribir.

domingo, 24 de julio de 2011

Matinée de Depravados

No di con las razones del caso, no sé si ocurrió un desdoblamiento, otro ser, una conjura o qué; pero la verdad es que no regresé del mal sueño.
Me perseguía una horda de vampiros. En ocasiones les daba pelea, con puños, espadas o estacas, y cuando me superaban en número, corría, como Aquiles pies ligeros, desaforado, trepando, o escondido. Hasta que uno me emboscaba, hendía sus colmillos sedientos y no paraba hasta dejarme muerto, al costado del terraplén.
Alguien despertó en mi cuerpo, yo en este páramo.
Eventualmente me hice a la idea de existir así, y casi no me pregunté por el otro, el usurpador. Sólo me inquietaba saber cuánto duraría, incluso sin tiempo. Sin hambre, sólo lógica, y la verdad es que hubiese preferido ignorancia.
Otra vez me persiguieron nazis. Los hacía arder con mi lanzallamas, pero caía una granada y la explosión me devolvía en indescifrables partes. También tuve ocasiones con sádicos odontólogos, me arrancaban los dientes, primero los frontales, las muelas, para el clímax las de juico, y de epílogo me hacían ver el cementerio dental escurriendo sangre en la pileta.
En eso apareció Elena. Tal vez la eligió por el nombre, o se encandiló.
Esa noche no hubo malos sueños que lamentar, porque en el cine de la inconciencia hice de las mías con ella. Por su parte el otro la convenció de quedarse a base de juramentos que jamás honraría. Elena, tan crédula como la recuerdo, dio el sí apresurada.
Creo que hasta en el letargo somos sicarios, traicioneros e infieles. Ahora ellos viven juntos y comparten pesadillas. A Elena la subyugan vampiros, la viola un dentista nazi, arranca sus dientes, la viola, y agoniza en un campo de concentración.
Yo miro la función escondido.

viernes, 24 de junio de 2011

Madreselva

Pablo, en nombre de los pibes del grupo, me invitó a una reunión. ¿Van a estar las chicas? pregunté esperanzado. No, es de hombres. ¿Vamos a trompearnos? prefería ir preparado. No seas cagón. Contame, insistí. Es como una iniciación… viernes a las diez en lo del Mota, andá; y me quedé con el teléfono en la mano.
Investigué a Santiago y después a Braulio, nada distinto a lo que sabía de Pablo, salvo que la reunión había sido idea del Mota. Salteé el pacto de caballeros y llamé a Laura, novia de Víctor, otro de los pibes, no me iba a delatar porque guardábamos un secreto, nos habíamos encamado a escondidas de él, me pareció genuina cuando dijo que no sabía del tema. ¿Vas a ir? Contesté sí. ¿Cuándo nos vemos? Después de la reunión, y me despedí.
Tenía que ver con mi ingreso al grupo, sino por qué había dicho “iniciación”, palabra demasiado específica para una invitación tan vaga, de seguro me harían sortear alguna prenda escandalosa, recé que no me tatuaran con un fierro caliente, ni eso ni atado desnudo a un árbol, cualquier otra la haría con gusto. Probé con Flavio, él había sido el anteúltimo, contó que no había tenido rito, y cuando lo interrogué sobre la reunión del viernes contestó que era una comilona, a lo sumo alguna loca, no te persigas; pero me alarmé más, por qué decía que no me persiguiera, además ¿locas? nunca habíamos traído locas, a lo sumo las chicas, y no estaban invitadas.
La noche del jueves soñé que estaba en una fiesta, había gente de añares que jamás hubiese concurrido, hasta personajes antagónicos que odiaba de siempre, pero también me acompañaban los pibes, y eso equilibraba el asunto. Luego vino un bache y aparecí tirándole piedras a los vidrios de una fábrica abandonada, mi actividad preferida de chico; sin duda buen augurio.
No pensaba llegar puntual, me duché dos horas antes para no salir con el pelo mojado, maté tiempo fumando y cuando se hicieron las diez y veinte enfilé para allá.
Conociendo el perfil del grupo no imaginaba una reunión tranquila, tampoco unos desaforados, pero sí era cierto que todos cargábamos con oscuras pasiones del pasado. A qué clase de ritual acabaría sometido, por qué yo, a Flavio se lo habían perdonado. En la cúspide paranoica imaginé a Laura vendiéndome, descubriendo nuestro secreto, entonces sería un ajuste de cuentas, caminaba a una trampa; me detuve.
Se cruzó un gato negro muy pancho frente a mis narices, le busqué algún lunar blanco pero no hubo caso, pésima señal a sólo dos cuadras de lo del Mota, un ph espacioso en el corazón de Saavedra. Sin mediar razones se me ocurrió registrar la reunión en el celular, activé el grabador de voz con el timbre.
Los nueve, diez conmigo, ya habían iniciado la ingesta espirituosa, de hecho se agrupaban según la bebida de elección, el Mota desempeñaba su rol de anfitrión bebiendo whisky en el living junto a otros tres incluido Flavio, les extendí mi saludo cordial y rumbeé al patio, ahí andaba Santiago, Víctor y uno más tomando cerveza del pico, acodados en la medianera, entre el ficus y un jazmín enfermo, qué hacen ahí. Nada, estamos esperando, y rieron con un tono que se me antojó estúpido. No les pregunté qué esperaban porque no quise seguirles la corriente, tomé dos tragos más por insistencia que por gusto. Me gritó Braulio desde el entrepiso y rajé a saludarlo. Con él y Pablo me llevaba mejor, compartíamos el gusto por un tipo de mujeres, profesábamos el mismo humor, varias ideas políticas, y hasta el vino blanco, ¡salud! y chocamos las tres copas. Antes que pudiera indagarlos el Mota vociferó que fuésemos al living.
Nos formamos en torno a él, ¿era yo o lo demás se miraban cómplices? ¡Llego la hora! me distrajo el grito del dueño de casa, noté que llevaba un pequeño bolso cruzado a la cintura, parecía corderoy verde grisáceo con un símbolo ininteligible por delante, antes no lo tenía, y desvié la vista para disimular. Se acercó a Víctor, abrió la tapa del bolso, metió la mano y cuando la sacó no llegué a ver qué era porque el pase fue veloz, sin palabras ni gestos, hizo lo mismo con los demás, y todos disimularon el contenido.
A ese paso venían un par de fulanos, Flavio y yo al último. Volví a mirarlo cuando fue mi turno, traté de sincronizar con la mano del Mota pero no fluyó bien. ¡Tanto quilombo por un faso! pensé con desilusión al descubrirlo. ¿Maryjuana? se me escapó la palabra. No es para que lo fumes ahora, me aleccionó Pablo, ¡contale Mota! giró sobre los talones y dirigiéndose a Flavio y a mí explicó que la planta aparecía de la nada. La primera vez en el 2006, su jardín, en una maceta que nunca había germinado, sólo el gato que ya no tenía la usaba de inodoro, el resto tierra yerta. Pero según Mota algo extraordinario había sucedido para que de un día a otro creciera un brote, varios, la planta.
Encendió la pipa ceremonial, muy parecida a la versión india, de madera, rústica y larga, aspiró varias veces y tragó la última bocanada, olor fuerte, fortísimo, verdor, huele a monte, acotó uno para figurar. Lo más loco, reanudó el Mota mientras pasaba la pipa, mejor dicho, lo que hace cierta esta mentira, es que la planta es única. No hay registros de la subespecie, ahí el milagro, y se nos quedó mirando. La pausa fue incómoda, al capullo le puse Mota, la Mota, así se llama; y no parecía chiste, además tenía cierta lógica.
Me llegó la pipa, arrastraba curiosidad porque decían que vería mi alma escindirse del cuerpo, entre otras excepcionalidades. A la segunda pitada tosí fiero, otra, y una última antes de tirar el humo, le di una de yapa porque me gustó el dulce. No entumeció la razón, distorsionó el cuadro como un lente angular, lo cual me hizo gracia y miedo, la busqué en el patio, encontré una maceta vacía que no era ella, el roce de las hojas me dio frío, fui capturado por una madreselva que terminó siendo Víctor, pitaba la pipa ceremonial, encendí y apagué intermitente la luz del baño, había dos bailando, el entrepiso se movió hacia mí, la última gota de vino blanco cayó en la lengua de Pablo, Braulio y otros dos jugaban con los almohadones, Santiago, Flavio y Mota hacían gestos lunáticos sin hablar, recordé la grabación, manoteé el celular del bolsillo pero en su lugar había un faso, pensé que si lo encendía desaparecería de ahí, Víctor me acorraló contra una esquina, podía sentirle el pecho, ya sé lo de Laura, si enciendo el faso desaparezco, no me importa, y acarició mi barba con los dedos.

viernes, 27 de mayo de 2011

…todavía hoy se puede ver al hombre sin párpados caminando los vagones del Mitre, dicen que es el fantasma de un suicida horrorizado, otros, que sufría una infección ocular; ingenuos. Yo lo vi, no es una aparición, tampoco un cuerpo vivo, es el heraldo de la muerte, sus ojos son los de ella, si te mira es porque vendrá pronto. Algunos no lo toleran y se quitan la vida.
¿Eso es todo? ¿Qué más querés? contestó algo molesto. No sé, más pausas dramáticas, un crescendo, explicó ella. Además la manera en que lo contás parece armada, debería sonar más espontánea, eso sí da miedo.
¿Conocés el mito del niño…Me encantan los cuentos de chicos, interrumpió; no me digas que muere.
Una madre denuncia que su bebé desapareció mientras dormía la siesta, ella andaba en el galpón, volvió y ya no estaba, la noticia cobra estado público, se arma una búsqueda masiva, ofrecen cien mil a quien aporte datos que lleven a su aparición, la policía baraja varias pistas pero al tiempo se diluyen, sospechan que el secuestrador vendió al bebé y se fugó del país, o lo mató.
Un inspector, a contramano de la impericia policial, continúa la investigación por izquierda, no le cuaja la explicación sobre los perros, ¿por qué no ladraron? y peor ¿por qué el niño no gritó cuando lo abdujeron? Trató de inclinar la pesquisa hacia la familia pero luego de las declaratorias y los resultados de las muestras, el fiscal no tuvo méritos para procesarlos.
El inspector se emboza la cara con un pasamontaña negro, trepa la reja y entra a la casa cuando la madre está sola, los perros se vienen al humo, patea al más chico y al otro lo rocía con spray de pimienta, pero no pasa inadvertido, ella lo ve. Quiere huir pero la agarra de las crenchas, así hasta la cocina, donde la ata a una silla. Le advierte que pueden ir por las buenas, las malas, o las pésimas. Se ve que elige las pésimas porque la faja de lo lindo, finalmente reconoce que secuestró a su hijo y lo dejó en un basural. El inspector desconfía, alguien lo hubiese encontrado. La madre explica que lo enterró vivo bajo una montaña de basura.
Sobre el destino de la mujer circulan versiones encontradas, la mayoría adscribe a que acabó en cana. También dicen que es mentira, y en realidad la dejó atada y malherida, él rajó al basural, indagó todo lo que pudo, para sus adentros creía que lo encontraría, pero los únicos huesos que halló fueron los de un NN adulto que nada tenían que ver con el caso.
¿Y? ¿No apareció? interrogó ella.
Hasta donde reproducen las crónicas, no. Pero hace unos años conocí a un comisario que me interiorizó sobre un caso. En las inmediaciones de aquél basural estaban matando niños, iban por el tercero, y en todos el mismo patrón, muertos a mordiscos, entre cuatro y cinco dentelladas fatales, pero lo más desconcertante era que los cadáveres evidenciaban miles de heridas de rata; desde luego peligrosas, pero nunca habían predado así.
Los vecinos juraban conocer al asesino, lo habían visto en la penumbra comiendo de sus hijos; el niño rata. Dientes, manos, pies, pelaje y altura, no más de un metro, eran de roedor, el resto humano, y hasta había pintadas advirtiendo sobre él.
Nadie le dio crédito a esa línea de investigación, ni siquiera cuando se quedaron sin argumentos. No elevé mis sospechas acerca de la identidad del niño rata por miedo al ridículo, cómo les haría creer que aquél niño famoso había sido rescatado, amamantado y criado por ratas.
Al poco edificaron muros en torno al basural y no hubo más víctimas. Dicen que sigue ahí, el muy astuto sólo cambió de comida, ya casi no quedan gatos en el barrio. O se guardó en la madriguera, sentado al trono, rey de ratas.
Yo creo que huyó, que frecuenta los baldíos del conurbano en busca de huérfanos.

miércoles, 11 de mayo de 2011

True story

Once menos veinte de la noche, bajé del auto con mi novia, anduvimos una decena de pasos y nos asaltaron.
El chorro vino de atrás, se puso a la grupa esgrimiendo una pistola y dijo, perdieron. Creo que ojeando al cielo gris contesté, me estás jodiendo, menos al ladrón que a mi puto dios.
Sin dejar de bambolear el fierro ordenó que le diésemos todo, celulares, plata y oro, codició la gargantilla del cuello de mi novia.
Vacié los bolsillos, cincuenta pesos y cambio, manoteó eso y lo guardó en un bolso negro de mano, dale flaquita, la apuró. De la cartera salieron treinta pesos más, no te hagás el vivo que te mato, ¡los teléfonos! Odié dárselo sólo por la agenda, el aparato había salido bastante malo, lo propio hizo ella.
Hasta ahí un robo más, faltaba la gargantilla pero eso sería todo, a lo sumo las llaves del auto, que iluso. Dónde viven, y me acercó la pistola al pecho, más que miedo a morir fue terror a que invadiese mi bastión, el aguante.
Finalmente, y porque no se me ocurrió una mentira salvadora o tuve los huevos para forcejear por el arma, le confesé que era el noveno piso de las torres de la vuelta. En el camino repitió que habíamos perdido, y agregó, para sugestionarnos, que nos habían vendido.
Ella caminaba con la cabeza gacha, en actitud mansa, pero más vi tranquilidad, y eso me ayudó a distraer la angustia, que volvió ni bien cruzamos la primera valla, la puerta de acceso al edificio.
Cuatro torres en menos de cien metros, dos de la vereda impar y dos de la par, cuatro departamentos por piso, diez pisos, a razón de tres habitantes por unidad da unas ciento veinte personas por torre, por cuatro, cuatrocientos ochenta vecinos, pero nadie, ni uno sólo vio la marcha al patíbulo.
Abrí las rejas del ascensor, ella entró bien, yo recibí un culatazo en la nuca, fuerte, de los que dejan chichón, pero lo exageré, al punto de caer arrodillado tomándome la cabeza, mi novia dio un grito que se ahogó ni bien sintió el arma en la mejilla, casi me lanzo, pero la estrechez del ascensor me disuadió, no tenía vía de escape, y de seguro alguien acabaría baleado.
En el trayecto silencioso hasta el noveno, salvo por unos gimoteos, lo miré, a riesgo de otro culatazo. Flaco, malcarado, enjuto desde los pómulos hasta el mentón, la piel cuarteada, labiudo, ojos de chino y rulos negros, rondaba los treinta, usaba una campera inflada sin mangas y no estaba puesto.
Bajé la vista a la altura del séptimo, imaginé la secuencia, cagado a palos porque en casa no había nada de valor, un raid por los cajeros en mi auto, secuestrados por rescate; y no seguí porque el ascensor paró.
Ni una palabra, no quiero bardo, nos advirtió antes de pisar el pasillo, pasó mi novia, yo y el chorro, olvidé la segunda reja entreabierta y comenzó a sonar, es la alarma del ascensor, hablé mientras me apuraba a cerrarla. Entre ida y vuelta fueron ocho pasos, no los conté porque hacía años conocía ese dato, lo justo para idear algo.
El ruido de las llaves en la mano me calmó el pulso, pasé junto a él sin mirarlo y me detuve en la cerradura. Abrí con la izquierda, con la derecha tenía tomada de la cintura a mi novia, la empujé una, dos veces y pasó. Yo pisé la alfombra del living y lo hice. Un giro frenético para cerrarle la puerta en la jeta.
¡¡No cierra!! desesperé, y se superpuso con el aullido del ladrón que tenía los dedos atrapados entre el marco y el filo. Temí que un tiro atravesara la madera, me puse de espalda y me lancé con todo, setenta kilos de poder en un portazo, y otro, y el último impacto le rebanó tres dedos; creo que mientras aventaba la puerta gritaba ¡hijo de puta! o quizás sólo lo pensé.
Cerró, de mi lado quedó un trío de falanges manchando la alfombra, del suyo la urgencia de rajar disimulando el reguero, pero eso no lo vi, luego me contaron que rompió el ventanal de la entrada dándole culatazos y huyó en un auto de apoyo.
Cuando me interrogaron acerca de la sangre en el pasillo contesté que le había roto la mano de un portazo, de seguro provenía de ahí, y me excusé alegando que debía cuidar a mi novia.
Ella no sabe lo de los dedos, estaba en el balcón gritando ayuda, porque de saberlo no hubiese permitido que los escondiera en el freezer, detrás de las cubeteras.
Soñé que los enhebraba en un collar, pero quedaba corto. La próxima vendrán las orejas.

jueves, 7 de abril de 2011

Bandoleros

Caminábamos juntos del colegio a casa todos los días, y siempre ocurría algo. El kiosquero quiso estafarnos, hubo un accidente y ayudamos, mentira, insultamos al colectivero, la maestra nos hizo salir últimos porque está loca, y otros episodios que vivíamos o fantaseábamos para justificar, ante nuestras madres, que Moirano y yo llegábamos tardísimo de la escuela.
Moira y Extrabanana; así nos conocían en el grado. Él, la parte brutal, yo, actuaba de diablillo, instigador de peleas y pretendido líder.
Sus padres eran farmacéuticos venidos a menos, al punto que Moira andaba en andrajos y casi no tenía útiles. Los demás chicos tampoco se la hacían fácil, en especial Bilbao, Monti y Giovanelli. Y fue durante una escaramuza que estrechamos lazo.
Venían cercándolo, aunque Moira aguantaba los embates de los tres, que no se le animaban solos, la situación pintaba grave pues Bilbao se encaramaba por detrás para patearlo.
Fui al grano cuando hablé. A Patricio Monti le recordé su patética imagen de la mañana ahorcado a su madre, suplicando que no lo abandonara. Con Giovanelli, un mastodonte con cabeza de chupetín, sólo tuve que preguntarle cuántas chicas se habían animado a besarlo cuando jugábamos al semáforo; se deprimió. Y para el epílogo me di el gusto de humillar a Bilbao con un mordaz calificativo sobre el flequillo que le había hecho el peluquero.
Los tres deficientes tardaron en comprender la ironía lo que me tomó formarme junto a Moira y escupirlos durante el escape.
No sé qué oculta fuerza me impulsó a interponer mi metro cincuenta entre los abusadores y él. Lo cierto es que luego de aquella peripecia nos volvimos cómplices. Yo lo ayudaba con la tarea y las pruebas de lengua y a cambio me secundaba en las más descabelladas incursiones. ¿Tiramos manzanas desde la terraza? ¿A qué no le gritás a ese policía que es un cagón? ¿Le pedimos a Emilia que nos muestre la bombacha en el recreo?
Pasado ese tiempo, y como si todo debiera equilibrarse, vino la contracara.
Moira se fracturó la pierna durante el recreo. Cuando le pregunté cómo había sido se mostró ambiguo. Le prescribieron un mes de reposo en la indecible compañía de un yeso hasta la ingle.
A los días recibí una comunicación suya; me llamaba de un teléfono público, ¿cómo hiciste para salir? quise saber, pero omitió la respuesta. Le conté que todos preguntaban por él, hasta los maestros lo extrañaban, y que lo iba a ayudar para que no repitiese de grado. Por qué me decís eso, lo noté alarmado; pero me hice el opa en relación al 1 que se había sacado en la prueba de matemática. Hablamos poco más porque se agotaba el tiempo del cospel. Me recordó que andaba solo, y no pude saber qué insinuó porque se cortó.
Segunda infamia, tuvimos la típica “saquen una hoja” con la de historia. Eran cinco preguntas que sabía sobre mayas y aztecas, pero alguien me plantó un machete. Según palabras de la maestra estaba tirado junto a mi silla y la letra se parecía mucho a la mía. De nada me valió berrear que me habían hecho la cama. Es una trampa, la inclinación de la letra corresponde a un derecho y yo escribo con la zurda, fue toda mi evidencia desoída por ella.
El timbre de salida me ensordeció en Dirección. Pese a la congoja que mostré durante el sermón de la directora, no zafé de la medida disciplinaria. Hay algo que no pensó, actué la pausa dramática, ¿cómo voy a tener un machete preparado si fue una prueba sorpresa?
Tambaleó, hubiese estado providencial verla noqueada por mi lógica, pero casi. No estoy interesada en tales suspicacias, la maestra te encontró copiándote, eso es todo, y cerró el cuaderno de comunicaciones donde había garabateado una nota por mala conducta y citado a mis padres.
De remate me emboscaron a dos cuadras de la escuela.
Giovanelli, el intocable de las mujeres, masticaba una escupida. Bilbao, con mueca socarrona, se quitaba el flequillo de la frente dándose jeta de malo. Monti tenía claro su objetivo, trompearme.
¿Cuál de ustedes me puso el machete? adopté pose de combate que no los ahuyentó. Giovanelli rió. No te tenía tan listo, lo azucé. ¿Cómo supiste de la prueba sorpresa? alcancé a preguntar, pero el desbocado de Monti me impidió desentrañar el misterio con su gancho a la pera. Por algún reflejo involuntario esquivé el puñetazo, pero no conté que en boxeo los golpes vienen de a pares; el 1-2 fue demasiado, y besé el suelo.
No tuve la suerte de irme a negro, un desmayo a tiempo, o que alguien tirase la toalla, estaba solo, como había dicho Moira, solo y grogui. Entonces hice algo inédito, le salté al cuello. Sin la ferocidad o brutalidad para ahorcarlo pero vendiendo cara la piel. Ahí se metió Bilbao y con su manaza me despegó del otro, que estaba tumbado recibiendo mis golpes de debilucho, y otra vez sopa; me fajaron.
¿Por qué no se meten con alguien de su tamaño? Y si bien no reí con la alusión a mi estatura, jamás me alegré tanto de ver a Moira en muletas. Más veloz que una lombriz me arrastré hasta él. Quedamos enfrentados a escasos metros, dos de un lado y tres del otro. ¿Cómo la ves? me preguntó Moira ansioso. ¡Dales con las muletas en la cabeza, se las rompés! declaré a los gritos; y pese a mi pronóstico, surtió efecto. Ya no los veía tan convencidos, máxime si a Moirano se le ocurría blandir las muletas o darles con el yeso. Aproveché que se acobardaron y con las últimas fuerzas le tire a Monti con lo que encontré a mano, una botella rota, tan certero que le tajeé el brazo, feo, sanguinolento.
Hizo puchero como el niño que era. ¡Llorón, ve sangre y se muere! hice leña del Monti caído. Los demás no sabían qué hacer, si ignorar sus lagrimones o llamar por teléfono a la mamá para que viniese a buscarlo. Ganó el desinterés que nos inculcan desde chicos, lo dejaron; nosotros también, pero triunfantes.
En el verano de séptimo grado nos mudamos a provincia y no vi más a Moirano.
* * *
Odio patrullar. La casa en silencio y el portón sin luz; parece que los dueños no están. Pido directivas, tardan en confirmar y vienen con lo de siempre, señales de acceso no autorizado en puertas 1 y 4. Procedo a verificar el perímetro. Ramírez y Barros en camino.
La reja que circunda la propiedad no es obstáculo; trepo, salto y aterrizo.
Camino por el jardín en cuclillas, años de patrullaje aguzaron mis sentidos, huelo agrio en el aire, miedo, me acovacho en un arbusto, no sabrá qué lo golpeó.
Ramírez y Barros ingresan por el frente, lo van arruinar con sus linternas y gritos. ¡Ahí está! vocifera Barros. Escucho pisadas rápidas y jadeos. ¡Alto, policía! es la voz de Ramírez. Dos, tres, recién al cuarto disparo le dan al intruso, que grita ahogado y silencio.
No me identifico, atravieso la oscuridad en sigilo. Otra ráfaga pasa silbando, los idiotas no saben que soy yo, me arrastro hasta la sombra de un árbol, y ahí lo encuentro acodado, no dispares, me suplica casi inaudible, vendo mi posición, alumbro su cara.
Me muevo sin titubear, ligero, y desenfundo. Moira mira sin ver, no sabe que los caminos me trajeron aquí, a batirme contra los míos, a reclamar el lugar, entonces disparo.
Oculto a mi amigo en un tinglado seguro. Le tomará meses reponerse, y más aún que nos dejen de buscar. Con caras distintas y pasaportes apócrifos seremos otros.
En la margen opuesta.

lunes, 28 de marzo de 2011

Él

De tres botones, el cuello podía enrollarse a modo de solapa, o estirarlo hasta embozarme la cara, tenía dos pequeños bolsillos por la cintura, pero lo sobresaliente era el tejido, lana gruesa, tres colores, blanco, marrón y el toque de clase, rojo ladrillo, que en combinación con los demás le daba un viso autóctono, o también iba si me la daba de poetisa, o intelectual, el pelo revuelto, un pañuelo haciendo juego, la camiseta negra, el jean gastado, y otro detalle, la bombacha asomando perezosa. Sin mencionar que lo había tejido la tía Nela para papá, y era lo único material que guardaba de él.
Postdata, mis ex me lo pedían de regalo, o que les tejiera uno, reía, a uno le dije que el amor no me llegaba a tanto, como se enojó fiero no volví a repetirlo, a otros se los dejé probar dentro del departamento, y los menos sólo tuvieron el privilegio de verlo sobre estos huesos.
Y así hasta que lo robaron.
Fue el viejo taimado del lavadero, no tengo dudas, recapitularé, se había roto el lavarropa, y como soy maniática de la acumulación, decidí llevarla al lavadero. Fue la última vez que lo vi. Le reclamé acaloradamente al viejo ladino, se escudó en que debería haberlo hecho al momento del retiro, no tres días después; fue lo que tardé en descubrirlo, retruqué, pero no hubo caso, tampoco cuando lo amenacé con defensa al consumidor, o que todo el barrio lo sabría. Me tildó de histérica, y en dieciséis años jamás tuve quejas, oí que mentía mientras cerraba de un portazo a mis espaldas.
Pasé unas semanas cavilando, queriendo superarlo, angustiada por la pérdida, iracunda, me costaba dormir, andaba hinchada, hasta que me sinceré; quería venganza, recobrar lo mío, humillarlo.
Por cuestiones de envergadura física descarté ideas como atacarlo de atrás con un garrote, podía contratar a un pegador para que lo deformara, pero enseguida lo suprimí, demasiado impersonal, además, a menos que me escondiera detrás de un árbol no disfrutaría la golpiza, y corría el riesgo que luego me extorsionara el pegador, por dinero o carne.
Tampoco actos vandálicos, de qué me serviría romper la fachada del negocio, o pintarle las paredes con obscenidades, o arrojarle caca dentro de una bolsa del lavadero. Y luego de pensarlo me avergoncé, porque así actuaban mis hermanos, y por más tentador que sonase no iba a convocarlos, ya bastante con mi malicia como para adosar la de ellos; sin contar que en ningún caso recuperaba el objeto de mi deseo, sólo menguaba mi odio; y ni siquiera.
La veterinaria, íntima mía de hacía mucho, conocía al matrimonio que lindaba con la casa del viejo, luego de insistir me los presentó. Llevé medialunas y masas, ellos invitaron el mate. Exageré algunas partes, también lloré, y promediando el relato ya estaban de mi lado, ayudó que tuviesen su propio encono con el viejo por unas sábanas desteñidas, eso y lo intrépido del plan. Todos los días, entre las siete y ocho de la noche, cerrado ya el boliche, rumbeaba a la plaza, mayormente conversaba con otros seniles, otras, cuando faltaban sus compañeros, fumaba solo y ojeaba a todas las que pasaban, sin sospechar que yo estaría trepada a la medianera del matrimonio, aterrizando en su galería. Aclaración, el terreno no terminaba en el lavadero, pegada al negocio venía su vivienda, un largo ph bien disimulado.
Me descolgué desde dos metros de altura, intenté amortiguar la caída pero pareció un desplome, de hecho me torcí el tobillo, debería haber entrado en calor, recordé el consejo de mi profesor de aerobic, el dolor me disparó otro pensamiento, qué estaba haciendo, tuve ganas de treparme y volver, miedo, tiritaba, hasta que se me vinieron mis hermanos a la mente, sus bromas de mal gusto, los veraneos, las mejores risas de mi vida, y de a poco recobré la calma.
Tres puertas frente a mí, reconocí la del medio como el baño, en sigilo fui a la izquierda, madera, dos hojas, y banderola, imposible que no hiciera ruido, giré la manija de bronce, nada, le di un tirón, tampoco, la sujete con las manos y empujé para adentro y afuera, craso error.
Me volteó un alud de ropa, caí de trompa, grité del susto, grité más por la fuerza con que golpeaba, pensé en agua llevándome, justo cuando hice pie algo lanudo me pegó de llenó, es él, lo confundí con un edredón, nadé mi camino de regreso, entre sábanas finas y tapices, hasta que me agarré de la manija y abrí la compuerta, la otra hoja. En menos de lo que pensé me encontré flotando a metro y medio sobre lo que parecía un pomposo telón escarlata, inédito, se inundaba la galería, en poco rebalsaría la medianera, aspiré una bocanada y me sumergí, costó avanzar debido a unos ponchos, y cuando los atravesé vinieron mantas y cinturones como anguilas, pero me sobrepuse, llegué con el resto de aire a la puerta de la derecha, ¿otro alud de ropa? si conseguía destrabarla desataría una marejada bíblica, dudé, estaba loca, cómo podía ser cierto, y sin embargo me estaba ahogando en telas, lo hice, la destrabé. Me arrancaron de ahí, del pelo y el brazo, viajaba a la superficie, presentí que era el viejo, sus dedos sarmentosos, me dio una arcada, vomité un pañuelo, y pasó.
Dicen que la ola se vio a tres cuadras, tuve suerte porque caí sobre la copa de un árbol, me fracturé seis huesos, en el hospital descubrieron que abusaba de los barbitúricos, viví mucho internada, hasta que una noche me fugué con mis hermanos.
El lavadero funciona como feria americana, la dirigen los carenciados. Cuando me entrevistaron para Ripley les conté que la marea se llevó al viejo, ¿a dónde? are you insane? you´re talking about clothes. ¡Se lo llevó! y no preguntaron más.
Otros dicen que huyó de la vergüenza; embozado en mi cárdigan.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Los Libertinos

Salvo excepciones la primera vez es sufrida, trabajosa, y memorable sólo porque es la primera, el resto, tierra inexplorada.
Él la apuntaló en avatares tecnológicos, cámara, conexiones y programas, ella, en la ambientación, la ropa que vestirían, y los aspectos prohibidos, eyacular, comentarlo con otros, meterse cosas, y etcéteras depravados. Allá era medianoche, acá día, bajó las persianas y dejó una difuminada luz, tal cual había ordenado ella, estaba limpio, entalcado, y de seguro la deslumbraría con su calzón nuevo.
Hizo la llamada virtual, timbró, así por minutos. Se preocupó, más bien se alarmó, jamás había llegado tarde en el mundo real, menos aquí. Reintentó cuatro veces, y en la espera imaginaba escenarios, todos indecibles. Llamó una quinta, contestó, pero en vez de su chica en tetas y bombacha translúcida, el espectáculo de su concha a través de la tela lo perdía, apareció un tipo con el torso desnudo mirando a cámara, ajustando el ángulo, la cama, el espejo, el velador, sin duda era su cuarto, quiso habilitar el micrófono sin éxito, cine mudo, pensó al tiempo que el energúmeno se quitaba los pantalones sentado en la cama.
Antes que pudiera trazar su línea de acción, entre llamar a la policía de aquel país o viajar a matarla, entró una mujer a cuadro, alta, flaca, vestido negro arriba de la rodilla, largas crenchas, y no vio sus rasgos porque la imagen era pobre. Lo que sí atestiguó desorbitado, perplejo, fue la determinación con que le bajó el calzoncillo, se hizo de su pito blando y lo metió rítmicamente en la boca. ¿Sería la amiga de su novia? no la conocía, pero según lo que recordaba era remoto que lo fuese, y menos cuando dejó de chuparlo, caminó hacia la cámara, alzó el vestido, y su concha de ángel ocupó la pantalla.
Por más que lo acometió una profusa erección, y se le ocurrió devolver el gesto con su pito en primer plano, cortó, incluso apagó la compu, algo impensado desde que ella había viajado, la necesidad de verse, maldito grillete.
Oyó el contestador de su celular más de cuarenta veces, poco le importaba que lo tildase de insano compulsivo, no después de la sesión porno, quizás no debería haber apagado, pero temió que si fisgoneaba de más aparecería la otra en trío con el energúmeno, no, incapaz de esa infamia, tal vez había sido una sorpresa malinterpretada, la pareja de lamedores exhibicionistas era el preludio, luego ellos, el acto principal, menos creíble que la anterior, dejó de teorizar.
Recién a la noche se dignó a devolver los mil telefonemas perdidos, como suponía dijo que estaba loco por desconfiar de ella, había trabajado dos turnos en el restaurante, y no avisó porque el celular se quedó sin batería, sólo eso. Sobre las imágenes infirió que eran conocidos de su compañera de casa. ¿Y cómo carajo sabían la exacta hora a la que se iban a conectar? se sintió irrefutable cuando regurgitó la pregunta. No sabía, pero reconoció que lo había contado durante una cena de mujeres, rota la ley del secreto. Por lo menos te va a costar una doma con vibrador.
Y aunque con el tiempo, y mucha insistencia, accedió a todas sus fantasías, bajezas que no hubiese representado en vivo, sólo posibles por la mediación de la cámara; siempre abrigó sospechas, no le cerraba lo de aquella vez, demasiados interrogantes en el gris. Por eso, siempre que podía, invitaba a una amiga para que lo mirase desde fuera de cuadro, mientras lo hacía con su chica vía remota. Después le tocaba a ella.

sábado, 29 de enero de 2011

Las Martellianas, finito

Quién hubiera imaginado que un simple descuido, un paquete de galletitas cayendo detrás de la heladera desataría lo peor de las hormigas. Los habitantes del departamento quisieron rescatarlo, además eran sus favoritas, pero fue imposible desempotrar la heladera. Ella sugirió envenenar el alimento, revertir el error, cebo. Él, sólo por contradecirla, propuso dejarlo así, el paquete estaba cerrado, en caso que las hormigas lo hallaran no podrían cruzar el plástico, probablemente creyeran que era un tótem o un asteroide. Pese a la ocurrencia prevaleció la jeringa con veneno, en las juntas de la mesada, los zócalos, las minúsculas grietas, los rincones, y el epicentro del bombardeo, la hendija por donde habían caído las galletitas.
En ese tiempo la colonia se contaba en cientos, mayoría de obreras, las abnegadas hembras estériles; algunas más corpulentas de la clase “soldados”, machos alados que de tan raros eran casi míticos, y sólo una reina poniendo huevos en su cámara; mientras el agente homicida invadía las cercanías del hormiguero. Se replegaron a cuarteles de invierno, sellaron las entradas y subsistieron con las reservas. Eso les dio un respiro, pero hubo que salir. Las varias expediciones no regresaron, sin duda persistía el efecto residual, y aunque intentaron nuevas rutas de alimento, también murieron; o al menos eso aventuraban pasado el tiempo sin noticias.
De las expedicionarias sólo tres obreras aguantaron el veneno, por alguna evolutiva razón eran inmunes, pero no se detuvieron a meditarlo, siguieron, caminaron lugares inexplorados, sinuosos, escarpados, hasta que el último descenso las dejó frente al paquete, el que había traído muerte, pero ellas no lo sabían. Dos querían irse, había unas prometedoras migas más arriba, la tercera se opuso. No diría que tuvo un pálpito, pero sí algo distinto, un perseverar propio, clavó frenética sus mandíbulas, el aguijón y las uñas, las otras ayudaron, y luego de un rato de labor obrera abrieron una mínima luz por donde colarse, error, más plástico, capa tras capa. Pero no claudicaron, la líder encontró una manera, en vez de masticar, siguieron los pliegues del plástico, hubo momentos en que pensaron lo peor, aplastadas, o morirían de asfixia, pero se arquearon, adoptaron torsiones imposibles para vencer al envoltorio.
No hubo festejo, ni frases como ¡tenía razón!, no hubiese sido muy hormiga de su parte, agarraron lo máximo que podían cargar y emprendieron la vuelta, que les llevó tanto más que la ida porque buscaban rutas limpias por donde pudiesen transitar las demás.
Tampoco hubiese sido muy hormiga que la colonia las recibiera como heroínas, con fanfarria y las llaves de la ciudad, pero sí hubo un cónclave, la firme decisión de atacar las galletitas, asegurarse provisiones por más de lo que podían contar. Y para eso la nombraron a ella, la conquistadora. La misma que tiempo después, y con las arcas atiborradas, encabezó la más cruenta campaña imperialista, vencieron y anexaron el hormiguero del quinto y tercer piso. Con la rendición de las hormigas del primero ensambló un ejército tan poderoso que aniquiló, sin tomar prisioneros más que para ejecutarlos, a todas las cucarachas del cuarto, y como si no alcanzara trazó un plan a mediano plazo para hacerse del edificio.
La contraofensiva humana no tardó en llegar, inundaron hasta los cimientos con plaguicidas, cocktails tan tóxicos que aconsejaban abandonar el departamento al menos una hora. Pero no cuajó, la líder y su incontable armada estaba atrincherada en los bunkers del sótano, a salvo de cualquier intento bacteriológico, pergeñando, reponiendo fuerza, más que estrategas, mentes geniales, dejaron a los caídos por la conquista a la vista del enemigo, para que se creyera lo eficiente del veneno, y cuando detuviesen el bombardeo, ahí estarían; hambrientas.

sábado, 1 de enero de 2011

Las Martellianas I

Abrió el cajón de la ropa interior, el último calzoncillo, ayer se había quedado sin medias, ojeó impávido la pila de ropa sucia, se calzó la remera sin mangas, el pantalón azul y enfiló a la cocina. Mate y pan viejo con mermelada. A las once se echó de nuevo en la cama, debía bañarse, la seborrea capilar le daba un picor feroz, eso y el hedor en cierne. Recién al mediodía se duchó con agua fría y cortó las uñas de los pies, pocas cosas le daban más tedio que acicalarse, las dejó regadas por el piso.
El gato que le habían obsequiado para un cumpleaños ahora malvivía en el balcón, lo había desterrado de puro aburrimiento y maldad, confinado hasta que decidiera quitarse la vida. Excretaba en una maceta gigante infesta de moscas que volaban hasta el sexto piso seducidas por el aroma. Ocasionalmente mordisqueaba algún bicho o cazaba palomas que se posaban en la baranda.
Desde que la doméstica había renunciado nadie limpiaba la covacha. Siempre y cuando no hubiese alimañas estaba bien, o si había que no superasen las escala de cucarachas. Miró en rededor, una inmundicia hubiese opinado su madre, pero él no era su progenitora, ni su padre, ni sus hermanas que hacía tiempazo lo habían excluido del círculo familiar.
Sonó el timbre, de seguro oiría la aflautada voz del encargado recordándole que adeudaba dos meses de expensas, no se mosqueó, andaba abstraído con un grillo preso de la red de su amiga araña, la del rincón junto al mueble, al menos ella tenía alimento.
De la parva de platos apiñados en la bacha sólo lavó lo necesario para comer, la olla. Calentó agua, echó cuatro salchichas y cuando estuvieron listas las hizo panchos de pan viejo. Y ese festín acompañado de té frío, costumbre heredada de una novia saudita, no cualquier infusión, de floripondio.
Se le antojó que su mascota no arañaba el ventanal pidiendo atención, sino que pintaba sobre el lienzo del vidrio, de hecho reconoció un cielo estrellado y una campiña.
Se quedó sin luz, recordó el timbre que no atendió, tal vez no había sido el encargado sino los de la compañía eléctrica avisando el corte. No se recriminó por la dejadez, salió al balcón, pateó al gato de su camino, esquivó sus desechos y gritó. No gritó porque lo había olvidado. En eso avizoró una puerta en el cielo hecha de nubes, pero cuando se disponía a abrirla, el gato lo devolvió mordiéndole el tobillo, alevoso, porque se quedó prendido hasta que lo golpeó con puño cerrado. ¡¡No debería pasar esto, yo te quería, se suponía que fuésemos hermanos, tu y yo, Tommy!! parodió la célebre escena de Rocky V mientras su otrora mascota danzaba grogui entre las piernas.
Rajó al baño a desinfectarse, temía emular el personaje de Trainspotting que moría de toxoplasmosis por culpa de una cría de gato. Se las ingenió con alcohol fino y algodón que se había vuelto beige. Tal vez ya lo tenía en la sangre. Se imaginó astillando el espejo del botiquín y con el pedazo más filoso degollando a la bestia, registró la idea en una nota mental.
Cenó bizcochos con mate a la luz de las únicas dos velas que tenía, una en la cocina y la otra en el living sobre la mesa ratona, entre la yerba y las migas del plato.
Tuvo un sueño orgiástico, pero más fantástico que las ocho nereidas, coloradas, blondas, morenas, y una de cráneo rasurado que la chupaba con tanta maestría que veía bella su calva. Más que la secuencia fue descubrir que crecían ramificaciones de su pito, retoñaban nuevos pitos, tantos como féminas por batallar. Lástima que justo antes de que las ocho acabasen bien guarras, abrió los ojos.
Fue una alerta olfativa, algo estaba en llamas, en el living encontró el ventanal roto y la alfombra regada de vidrios, demasiado para la fuerza del gato ¿y el gato? no lo vio. Y en la cocina ardía el origen, la cortina, tanto que el fuego caminaba el techo. Sintió lenguas del Averno derritiéndolo, y sus pies inútiles para fugarse, se le prendió el pelo y la piel se ampolló, pero no gritó, sentó las nalgas, cruzó las piernas y dijo, creo que me acostumbraré, sin risas de fondo.
Faltaría a la verdad si dijera que la mascota quería salvarlo, más bien matarlo, pero no calculó que su mordida al cuello lo quitaría del trance.
Sedó a la bestia de un trompazo y la usó de escudo contra el calor y la humareda, en poco se propagaría, pensó mientras parapetaba la salida del fuego con la mesa del living, las sillas y hasta la tele con tal de contenerlo en la cocina.
Somos nosotros, le dijo teatralmente al felino mientras lo arrastraba medio chamuscado hacia el balcón. Lo que hacemos en vida resuena en la eternidad, parafraseó la arenga de Gladiator; y sin más aspaviento saltaron abrazados al vacío. Menos por suicidio que escapando del incendio, él pensó que podía amortiguar la caída con el gato.