Narrativas de género, y de paso

martes, 23 de diciembre de 2014

Éxtasis

Para los compas de estudio
¡Que hiciste ¿qué?! Me gritó Eugenia ni bien lo dije. Tenía un gesto fiero, de mujer que sabía lidiar con pendejos como yo.
¡Me estás jodiendo! ¿No? se sumó Alfonsina mirándome por encima de sus anteojos, con la misma cara de odio que había mirado a su marido cuando soñó que él tenía una amante.
A ver…empezó Laura, pero le vino un ataque de risa. Quise acompañar sus carcajadas pero todos me mandaron a callar.
¿Es en serio, Esteban? habló María masticando un sándwich de miga y un tono que reputé pedante, hubiese preferido el gesto rígido de Eugenia, o la risa inoportuna de Laura. Cualquier cosa menos ese tono, y menos viniendo de una borrega de 23 años.
¡Callate, yo podría ser tu viejo!
¿Qué tiene que ver, tarado? apareció Nuria desde atrás. Sentí su aliento a cerveza en el cuello. Quise girar pero presentí que iba a marearme. Además, no supe que era peor, si darle la espalda a María y al sándwich de miga, o a Nuria con ganas de confrontar.
Romina veía la escena sin hablar desde un rincón del departamento. Parecía que se había puesto en penitencia. Por un segundo creí interpretar que me iba a matar, pero enseguida aflojó el rictus.
¡Decí la verdad, loco! Johnny sonó un poco amenazante, lo cual me estremeció porque era un tipo amable y cordial 24 x 7.
Nicolás dormía despatarrado sobre mi sillón, hubiese necesitado su ayuda. Había sido una hijaputez, ya lo sabía, pero qué pretendían, si se los hubiera contado, hubiesen arruinado la joda. Empezando por la ñoña de María, que por alguna extraña razón seguía tomando de la cerveza contaminada. Nadie lo notó, yo reí en silencio.
¡Ya se los dije, ¿ok?! Para qué quieren que lo repita. ¿Acaso no se cagaron de risa? Bueno, esta es la resaca.
Para mi sorpresa nadie contestó la provocación. En vez de resaca debería haber dicho etapa de confusión y agobio. Ya habíamos pasado la de sociabilidad (compartimos aburridas anécdotas que casi siempre terminaban con “…y así me hice esta cicatriz en la pierna”, salvo las de Nicolás, que terminaban con “…y me quedé ahí durmiendo en suelo), la euforia (las chicas cantaron a gritos el cancionero de Luis Miguel, mientras los varones empezábamos a confundir euforia con excitación), la desinhibición (cuando sugerí hacer la de “Full Monthy” y terminé con una patada en las bolas), el aumento de la autoestima (Nuria recitó poesía y Alfonsina contó de memoria todas las variedades de sushi que sabía preparar), la locuacidad melancólica
(hubo varios monólogos sobre rupturas sentimentales que olvidé ni bien terminaron)  y…
Ahora viene el bajón, compas. Pero no lo dije, me alcanzó con el cuadro.
Romina seguía en el rincón sin emitir sonido, por sus ojos deduje que había algo en el techo que llamaba su atención, era eso o había entrado en Nirvana. Alfonsina y Laura hablaban por celular, presumiblemente con sus maridos. Después, Alfonsina se me vino al humo y me recriminó por el quilombo que se le iba a armar en su casa si llegaba así.
¿Así cómo?
No voy a darte el gusto…,
¿Drogada? Acotó María arruinando la negativa de Alfonsina.    
¿Y Pablo? preguntó Johnny con los brazos apoyados sobre la mesa en clara señal de abatimiento.   
Todos, menos Nicolás dormido, repetimos su nombre en voz alta.
Después de que Esteban contó lo de la cerveza, se fue a la cocina, agregó Jhonny.
La primera en correr fue Laura, yo me quedé pensando que Johnny se parecía mucho a un lobo, a un hombre lobo. En eso, me llamaron a los gritos.
Una vez que pasé por encima de todos, vi la ventana de la cocina abierta de par en par. Sobre la mesada había un documento de identidad verde, y dos pares de llaves.
¿Qué pasó?
Mirá por la ventana, me ordenó Eugenia, que ya no me miraba con gesto fiero, ahora era algo entre horror y asco.
Recién ahí entendí a qué se referían con las jetas de espanto y las prematuras lágrimas de María. Pablo se había…
No vi nada estampado en el playón de estacionamiento ubicado 7 pisos abajo, al menos nada que se pareciera a Pablo. Lo que sí descubrimos fue que el documento y las llaves, el llavero tenía inscripto su nombre, pertenecían a él. Pero por qué los había dejado.
Probamos con su celular, nos dio apagado. A todos nos empezó a comer la intriga, dónde estaba, cómo había desaparecido. La explicación más probable que acordamos fue que se había escabullido del departamento luego de mi confesión. Pero eso no explicaba ni la ventana abierta, ni que sus pertenencias estuvieran aquí.
Se me ocurrió otra posibilidad, Pablo había dejado sus cosas porque ya no las necesitaba. Ya no requería de su identidad, ni de las llaves de su casa, de su cárcel. Pablo era libre, se había ido volando. Pablo era un ave. Y agregué: una vez que descartás las razones factibles, entonces la imposible tiene que ser cierta.
Me gané que todos me ignoraran.
Mis compas decidieron no hacer la denuncia policial hasta que hubiese pasado más tiempo. Alfonsina se quedó con el documento y las llaves. Nuria y Laura fueron las encargadas de decirme la posta, yo era el culpable. Yo le había dado la cerveza.
A las dos semanas, el caso cobró notoriedad pública. Pablo nunca apareció. Su mamá y su abuela me odian más que a nadie. Quisieron llevarme a juicio, pero no prosperó. El testimonio de mis compas de estudio fue clave para mi liberación; al no poder establecerse, de manera concluyente, la cadena de causalidad entre la bebida contaminada y la desaparición de Pablo, no les quedó otra que dejarme ir.
En un momento de las audiencias públicas dije “…es que estábamos muy drogados”, y todos rieron.
Me queda, para siempre, el escarnio de la gente. Saberme persona no grata. Eso, y la certeza de que Pablo ave me está jugando una broma pesada.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Diálogo

- ¡¿Qué hacés?! –gritó Sabrina al tiempo que le pegaba un trompazo a Rulo.
- ¡Paraaaá! –se defendió Rulo acariciándose la mejilla golpeada–. Pensé que querías un beso.
- No así –lo corrigió. No le había gustado nada el acercamiento de Rulo. Qué clase de frase era “vení, nena” para un beso inicial. De seguro no iba a ser así, y si no se le ocurría algo mejor, bueno, a cagar.
- ¿Querés una seca? –le convidó una pitada de su chala, y mientras esperaba que Sabrina dijera algo pensó que todo era muy complicado con las minas. Para los pibes era más sencillo; vos me gustas, yo te gusto, dale, vamos. En cambio, para la clase de mina que era Sabrina todo debía tener un sentido, debía hacerse de la forma correcta.
- No quiero tu falopa, tarado.
- ¿Qué querés, loca? –preguntó molesto por el insulto. Sabrina estaba mejor que una mañana fumado, sino jamás se hubiera bancado un “tarado” con esa liviandad. Sí, estaba más buena que cualquiera de las trolas que conocía. Era algo repartido entre su pelo, los ojos pardos y esa piel tan blanca que le recordaba al vasito de leche que le habían dado en el cole durante su primaria.
- ¿Qué vas a hacer para remarla? –Sabrina se arregló el pelo con una colita alta, luego dejó caer dos mechas al costado de sus orejas. Ella sabía que no podía pedirle demasiado a Rulo. Era uno de esos pibes que su padre hubiera calificado de lento, desprolijo y atrevido. Pero también tenía algo que le resultaba…magnético. Sí, Rulo era bello a su manera, poco iluminado, pero atractivo. Algo en esa cara de alienígeno recién bajado de la nave nodriza la cautivaba más que sus defectos.
- Te traje esto –y sacó de su mochila un pequeño álbum de fotos.
- ¿Para mí?
- Sí, tarada.
… Sabrina consideró enojarse.
Rulo y ella rieron.
- Son de cuando fuimos a los lagos de Palermo, ¿te acordás?
- Sí –disimulando las ganas de tirarse encima de Rulo.
Sabrina tuvo la conciencia del momento perfecto, ella mirando las fotos, él, pura contemplación. La escena, el clima ideal.

- ¿Vamos a un telo?

miércoles, 16 de julio de 2014

Miscelánea

Siempre anduve por bares. De chico acompañaba al viejo a tomar el café del domingo, yo leía el suplemento infantil y la última página del diario, él se quedaba con el resto. Pedíamos dos medialunas y dos cortados en pocillo, el mío más liviano.
De adolescente me incliné por los bares con pool o los bares con chicas; y si bien empecé a codearme con bebidas más espirituosas, no dejé la costumbre del cortado; fuera en la cafetería de la facultad, el barcito del laburo, o alguno elegante si se trataba de un filo.
Ahora, en esta adultez sorpresiva, sigo el hábito, igual que armarme uno.
Un par de mesas más adelante hay una pareja relativamente joven, a veces no presto atención a los demás, esta vez el tono aguardentoso de ella me distrae de mis intentos de escritura.
Discuten, en realidad ella está retándolo, odio ver a pendejas retando a sus novios. Casi que ni vale la pena describirlos, él todavía no encontró su estilo, oscila entre una “barba” que hoy está en el mentón pero mañana puede convertirse en un insípido bigote. Diría que tiene expresión de bueno, y algo depre o bobo en la forma de mirar. Ella se me hace que es vendedora de Avon, no porque conozca a alguna, pero la imagino con el bolso pesadísimo de cremas y el tupper del almuerzo, organizando tés en su casa con otras amigas más insufribles que ella, y hablando profesionalmente, no, disertando con total autoridad sobre la nueva línea antiarrugas.
Estoy siendo prejuicioso, que se cague, esto le pasa por conventillera, me repulsa la gente que discute en público.
Ahora él esboza una réplica, más bien son unos bocadillos monosilábicos sin convicción. Esto parece enfurecerla peor. Le reclama que cómo puede decir eso, y que si no lo hace es por su culpa.
En vez de rebelarse y mandarla a callar le contesta con frases cortas que no llego a oír, por la gestualidad y el tono parecen palabras lastimeras.  
Mientras los dos divagan se me ocurre una idea mínima para un cuento, casi un chiste malo. La escribo de corrido, no dudo ni con la puntuación ni con las palabras que elijo. Para la última oración me tomo unos segundos más. En eso, los vuelvo a mirar. Él, entre impasible y corto. Ella, sigue hablando frenética. La típica mina que boquea lo bien que está en pareja, pero cuando conoce a un tipo le dice que no sabe qué hacer con su novio.
Bah, pero no sirve de remate.   
Arranco la hoja que escribí, después llamo al mozo y pago la cuenta. Cuando me trae el vuelto le digo que se lo quede a cambio de un favor.
Ni bien me vaya dele esto (le extiendo la hoja doblada en dos) al pibe de esa mesa.
Ya camino a casa se me da por imaginar que tal vez el mozo pensó que era una cosa de putos.
Mala suerte.
***
El marido abre la puerta de su casa, prende la luz y su mujer le da un sartenazo en la cara. Cuando vuelve en sí ella le dice que lo confundió con un ladrón.
El marido desayuna en la cocina. Hola, lo saluda la mujer, el marido agarra un frasco de mermelada y se lo parte en la jeta. Ella cae muerta como una bolsa de papas.
Perdón, te confundí con mi mujer.

viernes, 20 de junio de 2014

Los hipócritas

Salvador mira en cámara lenta el desmadre de la cena familiar, cree que con un poco más de concentración puede incluso escindirse. Siente al narrador omnisciente apoderándose de su cuerpo, ve la verdad detrás de los gritos de sus padres por la comida fría. La madre no quiere saber nada con que el viejo todavía quiera tener sexo, y menos con ella. Pero no lo reconocen. Salvador odia saberlo, mejor sería convertirse en observador y contar solo lo visible.
Su hermana sentada frente a él. Mastica y traga con voracidad animal, le dice a los padres que están locos y que se callen, después vuelve al plato. En eso, levanta la vista y encuentra los ojos de su hermano.
¿Qué mirás, boludo?
Salvador ve más allá de lo evidente, su hermana quiere tocarlo por debajo de la mesa, igual que cuando eran chicos y la madre los agarraba jugando al doctor. A él le valía una paliza épica, y a ella la encerraban en el baño de servicio. Cuando la madre se distraía, se colaba en la celda y seguían jugando.
Salvador ve más allá. Pero eso es mera especulación.
*  *  *
Otra cena familiar que se va al tacho; el viejo y la vieja son dos infelices consumados, deberían divorciarse y ya. Por qué tanto griterío por la comida, para mí está bien. ¡¡Cállense, locos!!
Mi hermano tiene expresión de ido, verlo así me lo baja veinte escalones. Y para colmo ahora me está ojeando.
¿Qué mirás, boludo?
No me contesta, al menos volvió del trance.
No sé qué es peor, que esté hecho un zombi, o que me ponga esa cara.
Conozco esa jeta, Salvador. Antes que adivinar tus porquerías prefiero imaginar las mías; depravado.

lunes, 17 de marzo de 2014

La vida son dos días


A esta altura ya debo haber gastado uno, o más, no sé si quiero saberlo. De ese tiempo cuánto pasamos juntos, cuánto estuve adormilado, estas ojeras me lo recuerdan siempre. Y cuánto quise escapar de los lugares comunes.
Casi me caí de los acantilados, perdí mis pasos más veces de las que los encontré, anduve por la arena y por tierra, me subí a piedras cortantes, a troncos muertos y a mujeres que me dieron su anverso. Fumé, me fumaron, aprendí juegos de mesa que ya no practico. Sé que a veces regalé miseria y otras ni siquiera eso.
La vida son dos días, me dijo una española que levantamos en el camino. Como no quise que lo arruinara con más cliché la mandé a callar muy cordial.
Creo que encontré la manera de burlar sus dichos, pero para eso necesito una salamandra para el invierno, mi cuaderno de hojas amarillas con poesía mediocre, y la caja mágica que se abre por sus seis lados que te di cuando volvimos del Sur. 

viernes, 11 de octubre de 2013

Epílogo sobre Val (viene del anterior)

Tienes que preguntarte qué clase de persona eres. Eres de los que ve señales, ve milagros, o crees que la gente simplemente tiene suerte, o mira a la pregunta de esta manera, ¿es posible que no haya coincidencias? dice el Reverendo Graham desde la tele. 
Val hubiese querido ser Mel Gibson en esa película.
Desde que su mujer lo dejó unos días solo por un viaje de trabajo Val se dedicó a malvivir. Tuvo incursiones a las máquinas del casino y a la rula, al transa (a pesar de que había prometido que no volvería), a un garito de Palermo donde jugó varios mano a mano al truco y perdió, y a un bodegón que nadie conocía, le gustaba estar solo en ese lugar anónimo, creía que en esa condición le venían certezas, las verdades de la edad, Val ya no quería olvidar prefería acordarse. Entre pensamientos tomaba ginebra, al principio no le cabía pero la insistencia de un profesor de cine hizo que le tomara el gusto. Ahora sólo se emborrachaba con ella, eran pedos significativos.
Volviendo a casa tuvo una revelación, más bien casi se mató con el auto, lo cierto es que en esa milésima antes de chocar, justo cuando la mente ya envió los impulsos sobre la catástrofe, en esa crispación de sensores tuvo la visión de un número, el 18. Fue como las formas que se ven con los ojos cerrados, más nítido, lo sintió en la frente del lado de adentro, incluso ciego lo hubiera visto. Según la quiniela y los sueños el 18 es “sangre”. Un baño de sangre, dedujo Val algo mareado. Sí, eso podría haber sucedido si se la pegaba contra el árbol. Tal vez la fortuna fue piadosa, tal vez no fue coincidencia sino designio, algo que debía suceder, un disparador, mementos que volvieron al foco. Por lo pronto había un mensaje en la superficie que chorreaba de obvio. Val tenía que regresar al casino, jugarle al 18 y salvar la noche. Ya leería entrelíneas más tarde, ya lo mordería su conciencia, pensó al tiempo que tomaba por Gral. Paz.      
Después anduvo guardado y paranoico, quería avanzar en su novela trunca, al cabo de la semana logró adelantar 4 páginas, bastante magro acorde a sus expectativas, Val se consoló pensando que todavía no le había agarrado el tempo a la historia. Además su mujer se le había aparecido en sueños declarándose dueña de ellos, maldito Abel Pintos, y eso también lo distrajo de su hacer literario.
A propósito, ganó una guasada de plata jugándole al 18, en otra época la hubiese dilapidado en vicios. Ahora también, pero con un propósito, una búsqueda alucinante, el sol de ayer acodado entre los árboles, la celebración de un nacimiento, señales.
        

sábado, 24 de agosto de 2013

Val se descubrió viejo menos por las marcas de la edad que por un solapado pero cierto odio hacia los jóvenes y sus prácticas. Sobre todo aquellas que en la juventud parece que nunca pasarán factura pero a los casi 40 de Val, aunque la llevaba bien, sí se la cobraban.
Tenía que dejar la falopa, debía ser menos quejoso y crítico, y no parecerse a su viejo, que odiaba a las embarazadas con tatuajes. Val sentía algo similar por los piercing en la cara, en especial las bolitas negras a la altura del bozo, decía ¡que villera! o villero, y si bien se sabía despreciable, no hacía nada por censurarlo, era parte de ser viejo, las licencias.
Los 40 eran los nuevos 30 y los 50 los no tan nuevos 40. Val no se sentía de 30, hacía 10 años tomaba mucho más. Había tomado con las mujeres que más había querido. Las recordaba en esa situación, había una que no sabía esnifar, otra le dijo que nunca lo había hecho y tenía toda la cancha del mundo, y era un gusto mirarla, la nariz se le hacía más particular de lo que ya era. A otra se la tomó desde su cuerpo joven y en bolas. Y otras las guardaba en un sitio rezagado de su mente, algunas memorias mejor encerradas.
Val no soñaba, el hábito de porrear mucho se lo había quitado, y aunque dormía sin sobresaltos, ni interrupciones y tampoco le costaba conciliarlo, sentía que el sopor era demasiado profundo, un estado de inconsciencia lindero a la muerte, luego despertaba y no creía lo rápido que habían sucedido las diez horas de noche.  Val extrañaba sus sueños, incluso los persecutorios, le dejaban una adrenalina de terror muy movilizante. Pero los que en verdad extrañaba eran aquellos que incluían gente que no veía. Principalmente su abuelo muerto, Val decía que se le aparecía para aconsejarlo, lo cierto es que acudía bastante en sueños de poco sentido, barriendo un pasillo, sentado junto a él en un pupitre de universidad, y conversando con la nuera, nunca en compañía de la abuela. Val veía otra gente del pasado, jefes excretables, niños de hacía 30 años, un rival que se venía a trabajar a su empresa, casamientos en los que estuvo pero con secuencias inéditas y que hubiera estado fabuloso que sucedieran, y los mejores, los que Val llamaba sin originalidad flashback. Momentos ocurridos hacía tiempo en su máxima textualidad, por ahí desfilaba la vez que lo hizo en su alfombra azul y se peló las rodillas de tanto darle, fotografías de desnudos que ya no tenía, lugares de veraneo, un camino flanqueado por arboles gigantes y su perro trotando adelante, el borde menos riesgoso de los acantilados, y desde ahí la inmensa panorámica del mar, el argentino, Val lo había visto muchas veces desde chico, y de todas las imágenes escogía esa, la del sueño foto.
Val arrancó de un tirón la hoja enrollada en la máquina de escribir, fue menos por esa última oración que por un incipiente aroma a comida. Desde la habitación oía los ruidos de su mujer mientras cocinaba, tan cotidianos que más que ruidos eran sonidos, los conocía a todos y en ese saber se sentía tranquilo.
Val pensó que durante la cena debía decirle palabras de amor, había sacado ese horrendo término de una noticia de la tele, “ni una sola palabra de amor”, reclamaba la vieja del contestador que luego se convirtió en corto viralizado. Suficiente con las demostraciones de cariño, se mintió al tiempo que ideaba traducciones poéticas a su sentimiento. Val sabía que en última instancia las palabras no serían el problema, sino tener que llevarlas a cabo, debía probarlo con acciones, ser consecuente. Y Val se movía lento.
Pensó más, podía esperar como un pelmazo que ella lo llamara a cenar, o actuar el flashback por excelencia, la madre de sus verdades, Val y su mujer haciéndolo de parados en la cocina, más que romántico…pero no encontró el paroxismo, andaba demasiado faseado para pensar. Entonces cambió a modo acción, músculos, movimiento, qué pena que arrastraba el hombro dislocado. Val abofeteó a su comentario maricón, le dolió. 
Logró llegar hasta el querido culo de su mujer antes que hirviera la sopa, y cuando estaba por meterla, tan rápido y sin preámbulo como le gustaba, se encendieron las palabras de amor. Con el tiempo quedarán atrás.